Cuatro Almas en Veinticinco Metros: Nuestra Vida en un Cuartito de la Ciudad
—¡Isabela, por favor, dile a tu hijo que deje de patear la puerta!— gritó mi mamá desde el único rincón donde podía sentarse sin que la luz del refrigerador le diera directo en la cara.
Yo estaba lavando los platos en el fregadero diminuto, con el agua fría porque el calentador llevaba semanas sin funcionar. Mi esposo, Martín, intentaba concentrarse en su laptop sobre la mesa plegable, pero cada vez que Nathan corría de un lado a otro, la mesa temblaba y él soltaba un suspiro frustrado.
Nunca imaginé que a mis treinta y dos años volvería a compartir techo con mi madre. Menos aún en un estudio de veinticinco metros cuadrados, en una colonia popular de la Ciudad de México, donde las paredes son tan delgadas que escuchas hasta los suspiros del vecino. Pero aquí estábamos: cuatro personas, una cama matrimonial, un colchón inflable y un sofá desvencijado.
Todo comenzó hace dos meses, cuando mamá perdió su trabajo como enfermera en el hospital público. La pandemia había dejado estragos y, aunque ella siempre fue fuerte, la vi derrotada por primera vez cuando me llamó llorando: “Isabela, no tengo a dónde ir. ¿Puedo quedarme contigo unos días?”
No podía decirle que no. Martín me miró con resignación cuando le conté. “Es tu mamá”, dijo, aunque yo sabía que él temía por nuestra ya frágil rutina. Nathan, con sus cuatro años, solo preguntó si la abuela traería dulces.
La primera noche fue un caos. Mamá llegó con dos maletas y una bolsa llena de medicamentos. El colchón inflable ocupó todo el espacio libre. Nathan lloró porque no podía dormir entre nosotros como siempre. Martín se fue a dormir al sofá y yo me quedé despierta escuchando los ronquidos de mamá y el zumbido del refrigerador.
Los días siguientes fueron una coreografía imposible: mamá quería ver sus telenovelas a todo volumen mientras Martín tenía reuniones por Zoom; Nathan hacía berrinches porque no podía jugar con sus carritos sin tropezar con las cosas de la abuela; yo intentaba cocinar algo decente en una estufa de dos quemadores mientras mamá criticaba mi sazón: “Así no se hace el arroz, hija”.
Una tarde, mientras doblaba ropa sobre la cama, mamá me miró con esos ojos que siempre me hacían sentir niña otra vez.
—¿De verdad eres feliz aquí?— preguntó en voz baja.
Sentí un nudo en la garganta. No quería llorar frente a ella. No quería admitir que cada día era una lucha: por espacio, por paciencia, por dignidad. Que a veces odiaba este cuartito con su ventana que daba a un muro gris y su olor perpetuo a humedad.
—Hago lo que puedo— respondí, evitando su mirada.
Martín entró justo entonces, sudoroso después de bajar corriendo las escaleras para comprar tortillas. Nos miró a las dos y supo que algo pasaba, pero no dijo nada. Solo puso las tortillas sobre la mesa y se sentó junto a Nathan para ayudarle con su rompecabezas.
Las discusiones empezaron a ser más frecuentes. Mamá se quejaba del ruido, Martín de la falta de privacidad. Yo me sentía atrapada entre los dos amores más grandes de mi vida. Una noche, después de que Nathan finalmente se durmió entre nosotros, Martín me susurró:
—No podemos seguir así, Isa. Esto no es vida para nadie.
Me dolió escucharlo porque tenía razón. Pero ¿qué opción teníamos? Los precios de la renta estaban por las nubes y apenas alcanzábamos para lo básico. Mamá buscaba trabajo todos los días pero nadie contrataba a una mujer de sesenta años sin título universitario.
Una mañana, mientras barría el piso (que era todo el departamento), escuché a mamá hablando por teléfono en voz baja:
—No quiero ser una carga para Isabela… sí, ya sé… pero no tengo a dónde ir…
Sentí una mezcla de rabia y compasión. ¿Por qué la vida nos arrinconaba así? ¿Por qué en este país parecía imposible salir adelante si naciste pobre?
El punto de quiebre llegó un domingo lluvioso. Nathan estaba inquieto porque no podíamos salir al parque; mamá estaba irritable porque no había podido dormir bien; Martín y yo discutimos por una tontería —el lugar donde guardar los zapatos— y terminamos gritándonos frente a Nathan.
Mamá se levantó de golpe y gritó:
—¡Ya basta! ¡Esto no es vida! ¡Me voy!
Nathan empezó a llorar. Yo sentí que el mundo se me venía encima.
Pasaron horas antes de que mamá regresara, empapada y temblando. Me abrazó fuerte y lloramos juntas en silencio. Esa noche hablamos los cuatro —bueno, Nathan solo escuchaba— y acordamos nuevas reglas: horarios para cada quien, turnos para usar la mesa, momentos de silencio para Martín… y sobre todo, paciencia.
No fue fácil. Pero poco a poco aprendimos a convivir en ese espacio diminuto. Aprendimos a reírnos del caos: cuando Nathan pintó las paredes con crayones o cuando mamá quemó el arroz (y admitió que mi sazón no era tan mala). Aprendimos a pedir perdón y a agradecer lo poco que teníamos.
Un día mamá consiguió trabajo cuidando niños en una casa cercana. Empezó a ahorrar para buscar un cuartito propio. Martín y yo seguimos soñando con mudarnos algún día a un lugar más grande. Pero mientras tanto, éramos una familia: apretados, sí; cansados, también; pero juntos.
A veces me pregunto si algún día miraré atrás y reiré de todo esto. Si Nathan recordará estos años como una aventura o como una pesadilla. Si mamá encontrará su propio espacio sin sentirse sola. ¿Cuántas familias más viven así en esta ciudad inmensa? ¿Cuántos sueños caben en veinticinco metros cuadrados?