Madrugadas de Esperanza: La Vida de Julián en las Calles de Lima
—¡Julián, apúrate!—gritó mi madre desde la cocina, mientras yo me ponía los zapatos con los ojos aún pegados de sueño. Eran las tres y cuarto de la madrugada y el frío limeño se colaba por las rendijas de nuestra casa de madera en Villa El Salvador. Mi hermana menor, Camila, dormía abrazada a una muñeca vieja que yo mismo le había arreglado con retazos de tela. Mi padre ya había salido a trabajar como vigilante nocturno en Miraflores.
Me miré al espejo antes de salir. Ojeras profundas, manos ásperas, pero una determinación que no me cabía en el pecho. «Hoy tampoco me voy a rendir», me repetí en silencio. Salí a la calle con mi uniforme naranja y mi escoba, saludando a don Ernesto, el panadero que ya encendía su horno.
El trabajo era duro. Barrer la avenida Pachacútec significaba esquivar autos que pasaban a toda velocidad y soportar las miradas despectivas de quienes creían que uno era invisible. Más de una vez escuché a jóvenes de mi edad burlarse:
—Mira ese, seguro ni terminó el colegio—decían sin saber que yo, Julián Torres, tenía las mejores notas del colegio República del Perú y una beca para estudiar ingeniería en la Universidad Nacional.
Pero la beca no cubría todo. Por eso trabajaba desde tan temprano, para poder pagar los pasajes, los libros y ayudar en casa. Cada sol que ganaba era una victoria contra el destino que parecía escrito para los hijos de los barrios populares.
A veces, mientras barría, imaginaba cómo sería mi vida si hubiera nacido en San Isidro o Miraflores. ¿Tendría que preocuparme por si alcanzaba el dinero para el almuerzo? ¿O podría dedicarme solo a estudiar? Pero esos pensamientos solo me duraban un instante. El ruido de los buses y el olor a pan recién horneado me devolvían a la realidad.
A las seis de la mañana terminaba mi turno. Corría a casa, me lavaba rápido y salía rumbo a la universidad. El viaje era largo: dos combis y un microbús atiborrado de gente. En el camino repasaba fórmulas matemáticas o leía apuntes entre empujones y gritos de los cobradores:
—¡Sube, sube que hay asiento adelante!
En la universidad, trataba de pasar desapercibido. No quería que mis compañeros supieran que trabajaba barriendo calles. Pero un día, durante una práctica en el laboratorio, uno de ellos, Rodrigo, me reconoció:
—Oye, ¿tú no eres el chico que barre por Pachacútec?—preguntó con una sonrisa burlona.
Sentí que la sangre me subía al rostro. Los demás se rieron. Yo solo asentí y seguí con mi trabajo. Pero esa noche lloré en silencio, sintiendo que nunca iba a encajar.
Mi madre me esperaba despierta cuando llegué a casa.
—¿Por qué lloras, hijo?
—Nada, mamá. Solo estoy cansado.
Ella me abrazó fuerte.
—Tú eres nuestro orgullo, Julián. No dejes que nadie te haga sentir menos.
Sus palabras me dieron fuerzas para seguir. Pero los problemas no terminaban ahí. Un día recibí una carta de la universidad: si bajaba mi promedio un solo punto, perdería la beca. El miedo se instaló en mi pecho como una piedra fría.
Las noches se hicieron eternas. Estudiaba hasta tarde y dormía apenas dos horas antes de salir a trabajar. Mi cuerpo empezó a pasarme factura: dolores de cabeza, mareos, ganas de rendirme.
Una tarde, mientras barría cerca del mercado, vi a Camila sentada en la vereda con los ojos tristes.
—¿Qué haces aquí?—le pregunté preocupado.
—La profesora me dijo que no puedo ir más al colegio si no pago la mensualidad—susurró.
Sentí rabia e impotencia. ¿De qué servía tanto esfuerzo si mi hermana iba a repetir mi historia?
Esa noche enfrenté a mi padre.
—Papá, necesitamos más dinero para Camila.
Él bajó la mirada.
—Hijo, hago lo que puedo…
La tensión llenó el cuarto. Mi madre intervino:
—No peleen. Somos una familia.
Pero yo sentía que el peso del mundo caía sobre mis hombros.
Al día siguiente, fui a la universidad sin desayunar. En clase, mi cabeza daba vueltas y no podía concentrarme. La profesora notó mi estado y me llamó al final:
—Julián, ¿estás bien?
No pude evitarlo: rompí en llanto frente a ella.
Me llevó a su oficina y escuchó toda mi historia. Me ofreció ayuda: un pequeño trabajo como asistente en el laboratorio por las tardes y una recomendación para un fondo solidario para Camila.
Por primera vez en meses sentí esperanza.
Con el tiempo, aprendí a pedir ayuda y a no avergonzarme de mis orígenes. Incluso Rodrigo se acercó un día:
—Oye, disculpa por lo del otro día… Mi papá también fue obrero cuando llegó de Huancayo.
Nos hicimos amigos y juntos estudiábamos para los exámenes finales.
Hoy estoy por terminar mi carrera. Camila volvió al colegio y sueña con ser doctora. Mi padre consiguió un trabajo mejor y mi madre vende empanadas en el mercado.
A veces camino por las mismas calles que barría antes del amanecer y pienso en todo lo que hemos pasado.
¿Vale la pena tanto sacrificio? ¿Cuántos jóvenes como yo luchan cada día por un futuro mejor? ¿Hasta cuándo tendremos que elegir entre estudiar o sobrevivir?
¿Y tú? ¿Qué harías si tuvieras que decidir entre tus sueños y tu familia?