Bajo la Lluvia de Octubre: Un Secreto en la Iglesia de San Miguel
—¿Por qué no te vas ya, Lucía? —me preguntó don Ernesto, el sacristán, mientras recogía los últimos misales bajo la luz temblorosa de las velas.
No respondí. Afuera, la lluvia golpeaba con furia los vitrales de la iglesia de San Miguel, en el corazón de nuestro pueblo en los Andes peruanos. El frío se colaba por las rendijas y hacía que las llamas bailaran nerviosas, como si también ellas tuvieran miedo de lo que estaba por suceder.
Me quedé sentada en el último banco, apretando entre mis manos el rosario de mi abuela. Sentía que algo iba a pasar esa noche. No era solo el clima ni el silencio extraño que se había apoderado del templo; era una inquietud que me quemaba por dentro desde hacía semanas, desde que encontré aquella carta escondida en el costurero de mamá.
—Lucía, hija, ¿estás bien? —La voz de mi madre me sobresaltó. No la había visto acercarse. Su rostro, iluminado por la luz amarilla de las velas, parecía más viejo, más cansado.
—¿Por qué nunca me contaste la verdad sobre papá? —le solté, sin poder contenerme más.
Ella se quedó helada. Por un momento pensé que iba a negarlo todo, como siempre. Pero esa noche, algo en ella cedió. Se sentó a mi lado y miró al altar vacío.
—No era el momento —susurró—. Nunca supe cómo hacerlo.
El eco de sus palabras rebotó en las paredes de piedra. Afuera, el viento aullaba como si quisiera arrancar el techo del templo. Yo sentía que el mundo entero se estaba desmoronando.
—¿Y cuándo iba a ser el momento? ¿Cuando yo tuviera hijos y siguiera mintiendo como tú? —Mi voz temblaba, pero no era por el frío.
Mi madre bajó la cabeza. Vi cómo una lágrima rodaba por su mejilla y caía sobre sus manos entrelazadas.
—Tu padre… —empezó, pero tuvo que hacer una pausa para respirar—. Tu padre no murió en un accidente como te dije. Él… él nos abandonó cuando tú tenías cinco años. Se fue con otra mujer a Lima. Yo inventé la historia del accidente porque no quería que sufrieras.
Sentí que me faltaba el aire. Toda mi vida había creído en esa mentira piadosa. Recordé los rezos por su alma, las misas de aniversario, las lágrimas derramadas frente a su foto. Todo era una farsa.
—¿Y por qué ahora? ¿Por qué me lo dices justo hoy? —pregunté, con la voz rota.
Mi madre me miró con una tristeza infinita.
—Porque hoy vino una carta para ti —sacó un sobre arrugado de su bolso y me lo tendió—. Es de él. Dice que está enfermo y quiere verte antes de morir.
El sobre temblaba en mis manos igual que las llamas de las velas. No sabía si abrirlo o romperlo en mil pedazos.
—¿Qué esperas que haga? ¿Que lo perdone? ¿Que vaya a Lima y finja que nada pasó? —le grité, sin importarme si alguien escuchaba.
Ella no respondió. Solo se levantó y salió al atrio, dejando tras de sí un rastro de dolor y silencio.
Me quedé sola en la penumbra del templo. Afuera, la lluvia seguía cayendo con fuerza. Abrí la carta con manos temblorosas:
«Querida Lucía,
Sé que no tengo derecho a pedirte nada después de tantos años. Pero estoy muriendo y solo quiero verte una vez más. Perdóname si puedes. Tu padre, Manuel.»
Las palabras me atravesaron como cuchillos. Recordé los años de pobreza, los días en que mamá vendía empanadas en la plaza para darnos de comer, las veces que tuve que dejar la escuela para cuidar a mi hermano menor porque ella no podía sola. Todo ese sacrificio, todo ese dolor… ¿y ahora él quería mi perdón?
Salí corriendo bajo la lluvia, sin paraguas ni abrigo. Corrí hasta la casa de mi abuela Rosa, buscando refugio en su abrazo cálido y su olor a café recién hecho.
—Abuela, ¿tú sabías? —le pregunté entre sollozos.
Ella me miró con esos ojos sabios que han visto demasiadas cosas en esta vida.
—Sí, hija —me dijo suavemente—. Pero tu mamá hizo lo que creyó mejor para ti. Aquí en el pueblo nadie perdona a una mujer abandonada tan fácilmente. Ella solo quería protegerte del chisme y la vergüenza.
Me senté junto al fogón y lloré como cuando era niña. La abuela me acariciaba el cabello y murmuraba oraciones al oído.
—¿Y ahora qué hago? —pregunté al fin.
—Eso solo tú puedes decidirlo —respondió ella—. El perdón no es para él; es para ti misma. Si cargas ese rencor toda tu vida, nunca vas a ser libre.
Esa noche no dormí. Escuché la lluvia golpear el techo de calamina hasta el amanecer, pensando en todo lo que había perdido y todo lo que aún podía perder si no encontraba paz en mi corazón.
Al día siguiente, fui al cementerio del pueblo y me senté frente a la tumba vacía donde creí que descansaba mi padre todos estos años. Encendí una vela y recé por él, por mi madre y por mí misma.
No sé si algún día podré perdonarlo completamente ni si tendré el valor de ir a Lima a verlo antes de que muera. Pero sé que esta herida ya no va a gobernar mi vida.
Ahora les pregunto a ustedes: ¿alguna vez han tenido que perdonar una traición tan grande? ¿Es posible sanar cuando la verdad llega demasiado tarde?