Devuélveme a mi hijo: Un grito en la noche de Lima
—¡Por favor, devuélveme a mi hijo! ¡Te lo ruego! ¡Te doy todo lo que quieras!—grité con la voz quebrada, aferrada al portón oxidado de esa casa en Villa El Salvador. El eco de mi súplica se perdió entre los ladridos de los perros y el zumbido lejano de los mototaxis. Sentí que el aire me faltaba, que el mundo se encogía hasta volverse una pesadilla interminable.
Me llamo Milagros Quispe y tengo veintinueve años. Nací en un barrio pobre de Lima, donde las paredes escuchan más secretos de los que deberían y las madres aprendemos a sobrevivir con poco. Mi hijo, Matías, es lo único que tengo. Su padre, Julián, nos dejó cuando Matías apenas caminaba. Desde entonces, he trabajado limpiando casas ajenas, soñando con un futuro mejor para él.
Esa noche, todo cambió. Había llegado tarde del trabajo, agotada y con las manos llenas de ampollas. Al entrar a nuestra casita de esteras, sentí un silencio extraño. Matías no salió corriendo a abrazarme como siempre. Lo busqué por todos lados, llamando su nombre hasta quedarme sin voz. La vecina, doña Rosa, me miró con lástima desde su puerta.
—Milagros, vi a tu hermana Lucía llevándose al niño hace rato. Dijo que ibas a demorar y que ella lo cuidaría—me dijo, bajando la mirada.
Lucía… Mi hermana menor. Siempre fue la oveja negra de la familia. Desde que cayó en las garras de ese hombre, Víctor, su vida se volvió un torbellino de problemas: drogas, peleas, deudas. Pero nunca imaginé que sería capaz de llevarse a mi hijo sin avisarme.
Corrí hasta la casa de Lucía, cruzando calles oscuras y llenas de basura. Golpeé la puerta hasta que mis nudillos sangraron.
—¡Lucía! ¡Ábreme! ¡Sé que estás ahí!—grité entre sollozos.
La puerta se abrió apenas unos centímetros. Lucía tenía los ojos rojos y el cabello desordenado.
—No puedo devolvértelo, Milagros… Víctor necesita dinero. Me prometió que si le entregaba al niño, me dejaría en paz—susurró, temblando.
Sentí que el mundo se partía en dos bajo mis pies. ¿Cómo podía mi propia hermana traicionarme así? ¿Cómo podía poner en peligro a Matías?
—¡Eres una desgraciada! ¡Es mi hijo!—le grité, empujando la puerta con todas mis fuerzas.
Dentro, la casa olía a cigarro y desesperanza. No vi a Matías por ningún lado. Lucía lloraba en un rincón mientras yo buscaba frenéticamente entre colchones viejos y bolsas de ropa sucia.
—Víctor se lo llevó hace una hora… Dijo que si no le pagabas lo que debes, no volverías a verlo—me confesó Lucía entre sollozos.
No podía respirar. Sentí náuseas y ganas de golpearla, pero solo caí de rodillas y lloré como nunca antes en mi vida.
Esa noche no dormí. Fui a la comisaría, pero los policías apenas me escucharon.
—Señora, seguro su hermana solo está asustada. Espere hasta mañana—me dijeron con indiferencia.
Pero yo conocía a Víctor. Sabía que era capaz de cualquier cosa por dinero. Recordé las veces que lo vi golpear a Lucía o amenazar a los vecinos por unas monedas.
Al día siguiente, recorrí el barrio preguntando por Matías. Nadie sabía nada o no querían meterse en problemas. Fui al mercado donde trabajaba Víctor vendiendo celulares robados. Lo encontré bebiendo cerveza con unos amigos.
—¿Dónde está mi hijo?—le exigí con rabia.
Él sonrió con esa mueca cruel que siempre me dio miedo.
—Tú sabes lo que quiero, Milagros. Dame los cinco mil soles y te devuelvo al mocoso. Si no… ya sabes cómo es la calle—me dijo en voz baja.
Cinco mil soles… Era más de lo que ganaba en seis meses limpiando casas. No tenía a quién pedirle esa cantidad. Mi madre murió hace años y mi padre apenas sobrevive vendiendo caramelos en el microbús.
Desesperada, fui a buscar a mi padre al paradero de buses.
—Papá… Me han quitado a Matías. Necesito ayuda—le dije entre lágrimas.
Él me abrazó fuerte, aunque sus manos temblaban tanto como las mías.
—No te preocupes, hija. Vamos a encontrarlo. Yo tengo algunos ahorros… Y si hace falta, vendo mi carrito—me prometió.
Pero ni vendiendo todo lo que teníamos juntaríamos esa suma. Empecé a pedir prestado a vecinos y conocidos. Algunos me dieron monedas; otros solo palabras vacías.
Mientras tanto, Lucía desapareció del barrio. Nadie sabía dónde estaba. Sentí odio hacia ella, pero también miedo: ¿y si Víctor le hacía daño también?
Pasaron tres días sin noticias de Matías. Cada minuto era una tortura. Soñaba con él cada noche: su risa, sus manitas aferradas a mi cuello… Me despertaba empapada en sudor y lágrimas.
El cuarto día recibí una llamada anónima:
—Si quieres volver a ver a tu hijo vivo, trae el dinero esta noche al puente viejo del río Rímac.—La voz era fría y desconocida.
No tenía el dinero, pero fui igual. Caminé sola bajo la lluvia hasta el puente, temblando de miedo y rabia. Allí estaba Víctor, esperándome con una sonrisa burlona.
—¿Dónde está Matías?—le grité.
Él se encogió de hombros.
—Sin plata no hay trato.—Me dio la espalda y se fue caminando entre las sombras.
Caí de rodillas sobre el barro, gritando su nombre al viento: —¡Matías! ¡Matías!
De pronto escuché un llanto débil cerca del río. Corrí hacia el sonido y encontré a Matías sentado bajo un árbol, empapado y temblando de frío.
Lo abracé tan fuerte que sentí que podía romperme los huesos. Lloramos juntos bajo la lluvia hasta que llegaron unos policías alertados por los gritos.
Víctor fue arrestado esa noche gracias al testimonio de algunos vecinos valientes que finalmente hablaron. Lucía apareció días después en un hospital; había intentado quitarse la vida por la culpa y el miedo.
Hoy Matías duerme abrazado a mí cada noche. No tengo mucho dinero ni una vida fácil, pero tengo lo más importante: a mi hijo conmigo.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres más viven este infierno en silencio? ¿Cuántos niños son víctimas de la pobreza y la violencia? ¿Hasta cuándo vamos a callar?