La herida invisible: una historia de hermanas en el corazón de México
—¡Mariana! ¡Despierta! —La voz de mi madre atravesó la puerta como un cuchillo, temblorosa, casi irreconocible. Me levanté de un salto, el corazón golpeando en mi pecho. Eran las cinco de la mañana y el sol apenas asomaba sobre las casas de nuestro barrio en Iztapalapa.
Corrí al cuarto de Lucía. La cama estaba vacía, las sábanas frías. Sobre la almohada, su celular y la pulsera que siempre llevaba puesta. Mi madre lloraba en silencio, apretando la prenda contra su pecho. —No está, Mariana. No está…
Mi padre llegó minutos después, todavía con el uniforme de vigilante nocturno. —¿Ya revisaron con las amigas? ¿Y si se fue a casa de Ana? —preguntó, pero su voz ya no tenía convicción. Yo sentía un hueco en el estómago, una mezcla de miedo y rabia. Lucía nunca salía sin avisar. Tenía apenas diecisiete años.
Las horas siguientes fueron un torbellino: llamadas a hospitales, a la policía, a los vecinos. Nadie sabía nada. Nadie había visto nada. Cuando por fin fuimos a la delegación, nos recibieron con indiferencia. —Seguramente se fue con el novio —dijo el agente, sin mirarnos a los ojos—. Denuncia formal hasta pasadas 72 horas.
Mi madre gritó, mi padre golpeó la mesa. Yo sentí que me partía en dos. ¿Cómo podía ser tan fácil desaparecer en esta ciudad? ¿Cómo podía la vida seguir mientras la nuestra se detenía?
Los días pasaron lentos y pesados. Mi madre dejó de comer; mi padre se encerró en el trabajo. Yo me convertí en detective: recorría calles, pegaba carteles, preguntaba a desconocidos. Cada vez que sonaba el teléfono, el corazón se me salía del pecho.
Una tarde, mientras pegaba un cartel cerca del mercado, una señora se me acercó: —¿Es tu hermana? La vi hace dos noches, iba con un tipo en moto…
Corrí a casa con la noticia. Mi padre explotó: —¡Te dije que era por andar con ese muchacho! ¡Tú nunca la cuidaste! —Me dolió más que cualquier golpe. Mi madre solo lloraba y murmuraba el nombre de Lucía como si fuera un rezo.
Las peleas se volvieron rutina. El dolor nos volvió extraños; cada quien vivía su duelo en soledad. Yo no podía dormir pensando en lo que le habría pasado a Lucía: ¿estaría viva? ¿Tendría frío? ¿La estarían lastimando?
Una noche, mi madre entró a mi cuarto y me abrazó fuerte. —Perdóname, hija. No supe protegerlas…
—No es tu culpa, mamá —le dije entre lágrimas—. Aquí nadie tiene la culpa más que los que se la llevaron.
Pero en México, las desapariciones son una herida abierta que nadie quiere ver. En la escuela me miraban con lástima o evitaban hablarme. Algunos vecinos susurraban: —Seguro andaba en malos pasos…
Yo quería gritarles que Lucía era buena, que solo era una niña alegre que soñaba con ser enfermera y ayudar a los demás.
Un día recibimos una llamada anónima: “Si quieren volver a ver a Lucía, junten cincuenta mil pesos”. El mundo se me vino abajo. No teníamos ese dinero ni vendiendo todo lo que poseíamos.
Mi padre intentó negociar; mi madre cayó enferma del susto. Yo sentí una furia ciega: ¿cómo podían jugar así con nuestro dolor?
Fui a buscar ayuda a un colectivo de madres buscadoras. Me recibieron con abrazos y café caliente. Ahí escuché historias peores que la mía: mujeres que llevaban años buscando a sus hijos e hijas, familias enteras destruidas por la impunidad.
—No estás sola —me dijo Doña Rosa—. Aquí luchamos juntas.
Empezamos a organizar búsquedas ciudadanas; aprendí a leer mapas, a identificar fosas clandestinas. Cada vez que encontrábamos un cuerpo, rezaba para que no fuera Lucía… y al mismo tiempo sentía culpa por desearlo, solo para acabar con la incertidumbre.
Mi padre no soportó más y se fue de casa. Mi madre y yo nos aferramos una a la otra como náufragas en medio del mar.
Un año después, recibimos una llamada de la fiscalía: habían encontrado restos humanos cerca de Texcoco; necesitaban muestras de ADN.
El día que fuimos al Semefo sentí que caminaba bajo el agua. Nos tomaron sangre y nos pidieron esperar semanas para los resultados.
En ese tiempo aprendí a vivir con el dolor como quien aprende a respirar bajo el agua: nunca te acostumbras, pero sobrevives.
El resultado llegó un martes lluvioso: no era Lucía.
Lloré de alivio y desesperación al mismo tiempo. Seguíamos sin respuestas.
Hoy han pasado tres años desde aquella madrugada. Mi madre envejeció veinte años en tres; yo dejé la universidad para trabajar y sostener la casa.
A veces sueño con Lucía: viene corriendo por el pasillo, riendo como antes, y me abraza fuerte. Al despertar siento su ausencia como una piedra en el pecho.
Pero también aprendí algo: no estamos solas. Somos miles buscando a nuestros desaparecidos; miles exigiendo justicia en un país donde la vida parece valer tan poco.
A veces me pregunto si algún día volveré a ver a Lucía o si tendré que resignarme a vivir con este hueco para siempre.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos arrebaten lo más querido? ¿Cuántas familias más tienen que romperse antes de que algo cambie?