Entre el Silencio y el Grito: Hermanas en la Tormenta

—¡Lucía, apúrate!— grito desde la cocina, mientras revuelvo el café con mano temblorosa. El reloj marca las 5:15 y ya siento el sudor frío en la espalda. Papá acaba de salir, su portazo retumba en las paredes de nuestra casa de ladrillo sin pintar. Desde que mamá murió, la casa se volvió un campo minado; cualquier palabra puede explotar.

Lucía baja las escaleras arrastrando los pies, su uniforme escolar arrugado y la mirada perdida. Tiene catorce años, pero parece mucho mayor. Yo, Camila, tengo dieciocho y cargo con el peso de ser la hermana mayor, aunque a veces siento que no soy suficiente para protegerla ni a ella ni a mí misma.

—¿Otra vez pan duro?— murmura Lucía, sin mirarme.

—Es lo que hay— respondo, tratando de no sonar tan cansada. Me siento frente a ella y le paso la taza de café con leche. —Come algo, por favor.

Ella me ignora. Siento ganas de gritarle, de sacudirla para que despierte, pero sé que no es su culpa. Desde que mamá se fue, papá se volvió más frío, más ausente. Sale a trabajar en la construcción antes del amanecer y regresa tarde, oliendo a sudor y aguardiente. A veces ni siquiera cena; se encierra en su cuarto y no quiere saber nada de nosotras.

El silencio entre Lucía y yo es como una pared invisible. Antes solíamos contarnos todo: los chismes del colegio, los sueños tontos de viajar a Cartagena o de tener una casa con jardín. Ahora solo compartimos miradas furtivas y reproches mudos.

—¿Vas a venir por mí al colegio?— pregunta Lucía de repente, rompiendo el hielo.

—Si salgo temprano del trabajo, sí— le digo. Trabajo limpiando casas en el barrio El Poblado. No me gusta dejarla sola, pero no tenemos opción.

Lucía asiente y termina su café de un sorbo. Se levanta sin decir nada más y sale por la puerta trasera. La veo alejarse por la calle polvorienta, su mochila colgando como un peso muerto.

Me quedo sola en la cocina, mirando las paredes desconchadas y los platos sucios. Siento una rabia sorda contra el mundo, contra papá, contra la pobreza que nos aprieta como un puño invisible. Pero sobre todo me duele la distancia con Lucía. ¿En qué momento dejamos de ser hermanas para convertirnos en extrañas?

El día pasa lento. En cada casa donde limpio escucho historias parecidas: madres solas luchando por sus hijos, padres ausentes o violentos, jóvenes que sueñan con irse del país porque aquí no hay futuro. A veces me pregunto si algún día podré romper este ciclo.

A las cuatro salgo corriendo del trabajo para buscar a Lucía. Cuando llego al colegio, ya se ha ido. Camino rápido por las calles del barrio, preguntando a sus amigas. Nadie la ha visto. El miedo me aprieta el pecho.

Llego a casa y la encuentro sentada en las escaleras, llorando en silencio.

—¿Qué pasó?— le pregunto, arrodillándome a su lado.

Ella niega con la cabeza, pero veo el moretón en su brazo.

—¿Quién te hizo eso?— insisto, sintiendo la rabia hervir dentro de mí.

Lucía me mira con ojos llenos de miedo y vergüenza.

—Unos chicos del barrio… Me dijeron cosas… Me empujaron…

La abrazo fuerte, sintiendo su cuerpo temblar contra el mío. Quiero protegerla de todo el dolor del mundo, pero sé que no puedo. Aquí nadie protege a nadie; cada quien sobrevive como puede.

Esa noche cenamos en silencio. Papá llega tarde, borracho como siempre. Nos mira con ojos vidriosos y murmura algo incomprensible antes de encerrarse en su cuarto.

Lucía y yo compartimos cama desde que mamá murió. Esa noche la siento más cerca que nunca; su respiración entrecortada me recuerda cuando era niña y tenía pesadillas.

—Cami… ¿Tú crees que mamá nos ve desde el cielo?— susurra Lucía en la oscuridad.

Me quedo callada un momento antes de responder.

—Sí… Yo creo que sí. Y creo que está triste porque nos ve así… separadas.

Lucía se acurruca contra mí y llora bajito. Yo también lloro, pero en silencio, para no asustarla más.

Al día siguiente decido que no puedo seguir así. Hablo con doña Rosa, la vecina que siempre nos ayuda cuando papá se pasa de copas.

—Mija, ustedes no pueden seguir solas— me dice doña Rosa mientras me sirve un tinto.—¿Por qué no hablas con tu tía Marta? Ella vive en Bello y tiene espacio para ustedes…

No quiero irme de mi casa, pero tampoco quiero ver a Lucía sufrir más. Esa noche hablo con ella:

—¿Y si nos vamos donde la tía Marta?— le pregunto mientras lavamos los platos.

Lucía me mira sorprendida.—¿Y papá?

—Papá ya no está con nosotras… No de verdad— le digo bajito.

Esa noche casi no dormimos pensando en lo que vendrá. Al día siguiente espero a papá para hablarle del plan. Cuando llega está menos borracho que otras veces.

—Papá… Nos vamos donde la tía Marta por un tiempo— le digo con voz firme.

Él me mira largo rato antes de asentir.—Hagan lo que quieran…

No hay abrazos ni despedidas emotivas. Solo silencio y resignación.

Empacamos nuestras pocas cosas en dos mochilas viejas y salimos al amanecer siguiente. El viaje en bus hasta Bello es largo y lleno de incertidumbre. Cuando llegamos, tía Marta nos recibe con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos.

En su casa hay ruido, risas y olor a arepas recién hechas. Por primera vez en mucho tiempo siento esperanza.

Lucía sonríe tímidamente mientras ayuda a mis primos con las tareas del colegio. Yo consigo trabajo en una panadería cercana y empiezo a soñar con terminar el bachillerato algún día.

A veces pienso en papá, solo en esa casa vacía. Me duele dejarlo atrás, pero sé que tenía que hacerlo por Lucía… por mí… por mamá.

Ahora entiendo que la familia no siempre es sangre; a veces es quien te cuida cuando más lo necesitas.

¿Será posible sanar las heridas del pasado? ¿Cuántas niñas como Lucía siguen esperando una mano amiga para salir del silencio?