Renacer entre cenizas: La historia de Mariana

—¿Otra vez llegas tarde, Mariana? —La voz de mi jefe, Don Ernesto, retumbó en el pasillo antes de que pudiera siquiera respirar hondo. El sudor me corría por la espalda, no solo por los cinco pisos que acababa de subir a pie, sino por el peso de sus palabras. No respondí. Solo apreté los labios y seguí hasta mi escritorio, ignorando las miradas de mis compañeros.

Siempre subía las escaleras. Era mi pequeño acto de rebeldía, mi manera de recordarme que aún tenía control sobre algo en mi vida. Tres veces por semana iba al gimnasio del barrio, aunque últimamente ni eso podía cumplir. El trabajo en la firma de abogados absorbía todo mi tiempo y energía, y cuando llegaba a mi departamento en el piso quince, si me quedaban fuerzas, subía también por las escaleras. Era como si cada escalón fuera una penitencia, una forma de castigarme por no ser suficiente para nadie: ni para mi madre, ni para mi hermana Lucía, ni para mí misma.

Mi madre siempre decía que las mujeres fuertes no lloran. Pero esa mañana, mientras revisaba los papeles del caso más importante del año, sentí cómo las lágrimas amenazaban con traicionarme. El teléfono vibró: era Lucía.

—¿Ya hablaste con mamá? —preguntó sin saludar.
—No he tenido tiempo —mentí.
—Pues deberías. Está peor desde que papá se fue. No quiere comer y no deja de preguntar por ti.

Colgué sin responder. La culpa me apretó el pecho. Desde que papá nos abandonó por otra mujer, todo recayó sobre mis hombros. Mamá se hundió en la depresión y Lucía, aunque era mayor que yo, siempre fue la consentida, la que nunca supo enfrentar la vida sin ayuda.

Esa tarde, Don Ernesto me llamó a su oficina. Sabía lo que venía: el rumor de los despidos llevaba semanas rondando como un buitre hambriento.

—Mariana, eres buena abogada, pero últimamente tu rendimiento ha bajado. La firma necesita resultados —dijo sin mirarme a los ojos.
—Estoy haciendo lo mejor que puedo —respondí con voz temblorosa.
—No es suficiente. Tienes una semana para demostrarme lo contrario.

Salí de ahí sintiéndome más pequeña que nunca. Caminé hasta el baño y me miré al espejo: ojeras profundas, maquillaje corrido y una expresión que ya no reconocía. ¿En qué momento me perdí?

Esa noche llegué al departamento y encontré a Lucía sentada en la cocina, llorando sobre una taza de café frío.

—No puedo más —dijo entre sollozos—. Mamá no quiere levantarse de la cama y yo no sé qué hacer.

La abracé, aunque por dentro sentía ganas de gritarle que yo tampoco podía más. Pero alguien tenía que ser fuerte.

Los días siguientes fueron un torbellino: trabajo hasta tarde, llamadas de mamá preguntando por papá, Lucía encerrada en su cuarto y yo sintiéndome cada vez más sola. Una noche, mientras revisaba documentos en la sala, escuché a mamá gritar desde su habitación.

Corrí y la encontré tirada en el suelo, temblando. Llamé a emergencias y pasé la noche en el hospital. El médico fue claro:

—Su madre necesita ayuda psicológica urgente. No puede seguir así.

Pero ¿cómo pagar un terapeuta con mi sueldo amenazado? ¿Cómo cuidar de todos cuando apenas podía cuidar de mí?

Al día siguiente, Don Ernesto me entregó un nuevo caso: una madre soltera acusada injustamente de robo. Vi en ella mi propio reflejo: una mujer luchando contra un sistema que no perdona debilidades.

Me obsesioné con el caso. Trabajé noches enteras, descuidando aún más a mi familia. Pero algo cambió en mí: sentí rabia, ganas de pelear no solo por esa mujer sino por todas nosotras.

El día del juicio, mi voz tembló al principio pero luego se volvió firme:

—Mi clienta no es culpable. Es víctima de prejuicios y abandono institucional. ¿Cuántas mujeres más tienen que ser juzgadas por intentar sobrevivir?

Gané el caso. Por primera vez en meses sentí orgullo de mí misma. Don Ernesto me felicitó y me aseguró mi puesto en la firma.

Esa noche llegué a casa y encontré a mamá sentada en la sala, peinada y vestida como antes.

—Hoy vi tu nombre en las noticias —dijo con una sonrisa débil—. Estoy orgullosa de ti.

Lloramos juntas por primera vez desde que papá se fue. Lucía se unió al abrazo y por un momento sentí que todo podía mejorar.

No sé si algún día dejaré de sentirme responsable por todos. No sé si podré perdonar a papá o sanar las heridas de mamá. Pero aprendí que está bien no ser fuerte todo el tiempo.

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que todo dependía de ustedes? ¿Cómo siguen adelante cuando sienten que ya no pueden más?