La cadena negra de mi vida: entre sueños rotos y esperanza

—¡Camila, apúrate! —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo intentaba terminar el último ejercicio de biología antes de salir al colegio. El olor a café quemado llenaba el pequeño departamento que compartíamos en San Juan de Lurigancho. Mi madre, Lucía, siempre estaba apurada, siempre cansada, pero nunca dejaba de luchar por nosotras.

Yo tenía diecisiete años y, como todas las chicas de mi edad, soñaba con cosas grandes: estudiar medicina en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, sacar a mi mamá de ese barrio donde las balaceras nocturnas eran más frecuentes que los cumpleaños, y encontrar un amor tan fuerte como el que veía en las novelas mexicanas que mirábamos juntas los domingos.

Pero la vida no es una telenovela. Y yo lo aprendí a golpes.

Esa mañana, mientras corría para no perder el micro, sentí una punzada en el pecho. No era física; era esa ansiedad que me acompañaba desde hacía meses. Mi madre había perdido su trabajo en la fábrica de textiles y apenas sobrevivíamos vendiendo empanadas en la esquina. Yo ayudaba después del colegio, aunque ella insistía en que estudiara primero.

—Camila, tú no vas a terminar como yo —me repetía cada noche—. Tú vas a ser doctora, ¿me escuchas?

Pero ¿cómo estudiar cuando la luz se cortaba cada dos por tres porque no pagábamos a tiempo? ¿Cómo concentrarme si mi hermana menor, Valeria, lloraba de hambre o miedo cada vez que escuchaba disparos afuera?

Una tarde, mientras preparábamos la masa para las empanadas, mi madre me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Perdóname, hija. Yo quería darte otra vida…

—No digas eso, mamá. Todo va a mejorar —mentí, porque yo también quería creerlo.

El verdadero golpe llegó un viernes. Regresé del colegio y encontré a mi madre sentada en la cama, con una carta en la mano. Era del hospital: le habían detectado un tumor en el seno. El mundo se me vino abajo.

—No te preocupes, Camila. Vamos a salir de esta —dijo ella, fingiendo una fuerza que ya no tenía.

Pero yo sabía lo que significaba: más gastos, menos tiempo para estudiar, más miedo.

Las semanas siguientes fueron un infierno. Yo faltaba al colegio para acompañarla a las consultas. Valeria se quedaba sola o con la vecina. Las cuentas médicas se acumulaban y la nevera estaba casi vacía.

Una noche, mientras lavaba los platos con agua fría porque nos habían cortado el gas, exploté:

—¡¿Por qué nos pasa todo esto a nosotras?! ¡¿Por qué nunca tenemos un respiro?!

Mi madre me abrazó fuerte.

—La vida es así para muchas mujeres aquí, hija. Pero tú tienes que ser más fuerte que todo esto.

Empecé a trabajar limpiando casas los fines de semana. Mis notas bajaron y los profesores dejaron de preguntarme por qué ya no participaba tanto. Mis amigas se alejaron; no sabían cómo ayudarme ni cómo hablarme sin sentir lástima.

Un día conocí a Diego. Era el hermano mayor de una compañera del colegio. Alto, moreno, con una sonrisa que parecía prometerme un futuro mejor. Empezamos a salir y por primera vez sentí que alguien me veía más allá de mis problemas.

—Camila, tú eres diferente —me decía—. No te rindas.

Pero el amor no paga cuentas ni cura enfermedades. Cuando le conté sobre mi madre, Diego empezó a alejarse poco a poco. Un día simplemente dejó de responder mis mensajes.

Me sentí más sola que nunca.

La situación en casa empeoró. Mi madre tuvo que dejar el tratamiento porque ya no podíamos pagarlo. Valeria empezó a faltar al colegio porque no tenía zapatos ni cuadernos nuevos. Yo sentía que todo se desmoronaba y que mis sueños se alejaban cada vez más.

Una noche, después de una discusión con mi madre porque quería dejar los estudios para trabajar tiempo completo, ella me gritó:

—¡No te atrevas! ¡No sacrifiques tu futuro por culpa de esta mala racha!

Lloré toda la noche. ¿Qué sentido tenía seguir soñando si la realidad era tan dura?

Pero algo dentro de mí se negó a rendirse. Recordé las palabras de mi abuela antes de morir: «Las mujeres de esta familia somos como el algarrobo: nos doblamos pero no nos rompemos».

Así que seguí adelante. Pedí ayuda a una profesora y ella me consiguió una beca parcial para la universidad si lograba terminar el colegio con buenas notas. Volví a estudiar por las noches, aunque fuera a la luz de una vela.

Mi madre empeoró y tuve que aceptar que no podía salvarla solo con amor o esfuerzo. Cuando murió, sentí que una parte de mí también se apagaba. Pero tenía a Valeria y una promesa que cumplir.

El día del entierro, mientras todos lloraban y rezaban, yo miré al cielo gris de Lima y juré que iba a salir adelante por las dos.

Hoy escribo esto desde una pequeña habitación alquilada cerca de la universidad. Trabajo limpiando oficinas por las mañanas y estudio por las tardes. Valeria está conmigo; va al colegio y sueña con ser ingeniera.

A veces me pregunto si algún día podré dejar atrás esta cadena negra de dificultades o si simplemente aprenderé a vivir con ella. ¿Cuántas chicas como yo están luchando ahora mismo en silencio? ¿Vale la pena seguir soñando cuando todo parece estar en tu contra?

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste que la vida te pone pruebas imposibles? ¿Qué harías tú en mi lugar?