La mala racha de Verónica: Entre sueños rotos y segundas oportunidades

—¡Verónica! ¿Otra vez llegas tarde? —gritó mi mamá desde la cocina, mientras el olor a arroz con pollo llenaba nuestro pequeño departamento en Villa El Salvador.

Me quedé parada en la puerta, con la mochila colgando de un solo hombro y el uniforme arrugado. Tenía diecisiete años y el mundo entero parecía estar en mi contra. Mi mamá, Rosa, me miraba con esos ojos cansados de quien ha luchado toda la vida. Yo solo quería llorar, pero no podía mostrarme débil.

—Perdón, mamá. El micro se demoró… y tuve que quedarme a repasar para el examen de admisión —mentí, porque en realidad me había quedado conversando con Lucía sobre nuestros sueños de ir a la universidad y salir de ese barrio donde las balaceras eran más frecuentes que las fiestas.

Ella suspiró y me sirvió un plato generoso. —Come, hijita. Mañana será otro día.

Pero yo sabía que mañana sería igual o peor. Desde que mi papá nos dejó por otra mujer cuando yo tenía diez años, mi mamá había trabajado limpiando casas ajenas para que no nos faltara nada. Pero siempre faltaba algo: a veces era comida, otras veces era esperanza.

Esa noche, mientras cenábamos en silencio, escuchamos los gritos del vecino de al lado. Otra vez don Ernesto borracho, golpeando a su esposa. Mi mamá bajó la mirada y yo apreté los puños. ¿Por qué las mujeres siempre teníamos que aguantar tanto?

—Verónica, prométeme que vas a estudiar fuerte. No quiero que termines como yo —me dijo de pronto, con la voz quebrada.

—Te lo prometo, mamá —respondí, aunque por dentro sentía que el mundo se me venía encima.

Al día siguiente, en el colegio República del Perú, Lucía me esperaba en la puerta.

—¿Lista para el simulacro? —me preguntó con una sonrisa nerviosa.

—No sé… siento que no voy a poder —le confesé.

—¡No digas eso! Tú eres la más inteligente del salón. Si tú no pasas, nadie pasa.

Me reí, pero era una risa amarga. En el fondo, tenía miedo. Miedo de fallarle a mi mamá, miedo de quedarme atrapada en esa vida de sacrificios y sueños rotos.

El simulacro fue un desastre. Las preguntas de química me parecieron escritas en chino. Salí del aula con los ojos llenos de lágrimas y Lucía me abrazó fuerte.

—No llores, Vero. Todavía falta para el examen real. Podemos estudiar juntas —me animó.

Pero yo solo pensaba en cómo le diría a mi mamá que tal vez nunca sería doctora.

Esa noche, mientras lavaba los platos, escuché a mi mamá hablar por teléfono con mi tía Carmen en Arequipa.

—No sé qué hacer con Verónica… Está tan presionada… Yo solo quiero que sea feliz —decía entre sollozos.

Me encerré en el baño y lloré en silencio. ¿Por qué la vida era tan injusta? ¿Por qué los sueños de las chicas como yo siempre parecían imposibles?

Pasaron los días y la tensión en casa crecía. Mi hermano menor, Diego, empezó a juntarse con unos chicos raros del barrio. Una noche llegó tarde y con los ojos rojos.

—¿Dónde estabas? —le preguntó mi mamá, pero él solo se encogió de hombros y se metió a su cuarto dando un portazo.

Yo sabía lo que estaba pasando. En nuestro barrio era fácil caer en las drogas o en las pandillas. Sentí miedo por él y rabia conmigo misma por no poder ayudarlo.

Un sábado por la tarde, mientras ayudaba a mi mamá a limpiar la casa de una señora en Miraflores, vi cómo vivía la gente rica: casas enormes, jardines cuidados, niños jugando sin miedo. Me pregunté si alguna vez yo podría tener una vida así.

—¿En qué piensas? —me preguntó mi mamá mientras sacudía una alfombra.

—En nada… Solo quiero salir adelante —le respondí.

Ella me sonrió con tristeza. —Tú puedes lograrlo, hija. Solo no te rindas.

Pero rendirse parecía cada vez más fácil. Sobre todo cuando recibí la carta de rechazo de la universidad. No había pasado el examen de admisión. Sentí que todo mi esfuerzo no había servido para nada.

Esa noche discutí con mi mamá como nunca antes.

—¡Tú no entiendes! ¡No puedo más! ¡Nunca voy a salir de aquí! —le grité entre lágrimas.

Ella me miró con dolor y rabia al mismo tiempo.

—¿Y crees que yo sí puedo? ¡Yo también estoy cansada! Pero sigo luchando por ustedes…

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente no quise levantarme de la cama. Lucía vino a buscarme y me obligó a salir.

—Vero, no puedes rendirte ahora. Hay otras formas de seguir estudiando… Hay becas, hay institutos…

Pero yo solo veía puertas cerradas.

Pasaron semanas así, hasta que un día Diego no volvió a casa. Mi mamá y yo recorrimos el barrio buscándolo. Lo encontramos dos días después en una comisaría: lo habían detenido por estar en una pelea callejera.

Mi mamá se desplomó al verlo tras las rejas. Yo sentí una mezcla de rabia y culpa. ¿En qué momento nuestra familia se había roto tanto?

Esa noche, mientras Diego dormía en su cama después de salir libre gracias a la ayuda de un vecino policía, mi mamá y yo hablamos por primera vez sin gritos ni reproches.

—Hija… Tal vez no podamos cambiar todo lo malo que nos pasa… Pero podemos seguir intentándolo juntas —me dijo tomando mi mano.

Lloramos abrazadas hasta quedarnos dormidas en el sillón.

Con el tiempo conseguí una beca parcial para estudiar enfermería en un instituto cercano. No era medicina, pero era un comienzo. Diego empezó a ir a terapias comunitarias y poco a poco dejó las malas juntas. Mi mamá siguió trabajando duro, pero ahora sonreía más seguido.

Hoy tengo veintidós años y estoy por terminar mi carrera. No soy doctora ni vivo en una casa grande con jardín, pero cada día me levanto sabiendo que luché por lo que tengo. Y aunque la mala racha nunca desaparece del todo, aprendí que los sueños pueden cambiar… pero nunca deben morir.

A veces me pregunto: ¿Cuántas Verónicas hay allá afuera sintiendo que sus sueños se apagan? ¿Cuántas veces más tendremos que caernos antes de aprender a levantarnos juntas?