Baila conmigo: una historia de amor, prejuicio y redención en la oficina
—¿Ya viste a la nueva? —susurró Mariana, mi compañera de cubículo, mientras yo apenas podía apartar la mirada de la entrada.
Era lunes por la mañana y el aire acondicionado de la oficina apenas lograba disimular el calor húmedo de Barranquilla. Camila entró con paso seguro, su cabello rubio recogido en una trenza y unos ojos marrones que parecían mirar directo al alma. No era común ver a alguien así en nuestro entorno: tan distinta, tan segura, tan… ¿auténtica?
—Dicen que es de Cali, pero con ese pelo seguro es teñido —añadió Mariana, rodando los ojos. El murmullo no tardó en recorrer los escritorios: que si era demasiado bonita para ser real, que si seguro tenía algún «padrino» en la empresa, que si venía a quitarle el puesto a alguien.
Yo, Mikel, hijo mayor de una familia costeña tradicional, siempre había seguido las reglas: estudiar, trabajar duro, no llamar la atención. Pero al ver a Camila, sentí algo distinto. No era solo atracción; era como si ella trajera consigo una promesa de cambio, de algo mejor.
La primera vez que hablé con ella fue por accidente. Yo salía apurado del baño y casi la atropello con mi café.
—¡Uy! Perdón, ¿te quemé? —pregunté, torpe.
Ella sonrió con una dulzura inesperada.
—Tranquilo, Mikel. He sobrevivido a peores cosas que un café caliente —dijo guiñando un ojo.
Desde ese momento, supe que quería conocerla más. Pero no era fácil. Las mujeres del equipo la miraban con recelo; los hombres, con deseo o envidia. Y yo… yo solo quería bailar con ella.
El viernes siguiente, la empresa organizó una fiesta para celebrar el cierre de trimestre. Había música vallenata y salsa; las luces titilaban sobre las mesas llenas de empanadas y arepas. Yo estaba nervioso, pero cuando vi a Camila sentada sola, decidí arriesgarme.
—¿Bailas conmigo? —le pregunté, extendiendo la mano.
Ella dudó un segundo, mirando alrededor. Sabía que todos nos observaban.
—¿Seguro? —susurró—. No quiero causarte problemas.
—Ya tengo suficientes problemas —bromeé—. Pero nunca he bailado con alguien como tú.
Cuando salimos a la pista, sentí todas las miradas clavadas en nosotros. Al principio, Camila se movía con timidez; luego se soltó y bailamos como si el mundo se hubiera reducido a ese instante. Al terminar la canción, escuché los murmullos: «Mira a Mikel, siempre tan serio…», «Seguro ahora sí lo ascienden».
Esa noche me atreví a acompañarla hasta su casa. Caminamos por las calles iluminadas por faroles viejos y hablamos de todo: de su infancia en Cali, de mi familia controladora, de sueños rotos y esperanzas nuevas.
—¿Por qué te fuiste de Cali? —pregunté finalmente.
Ella bajó la mirada.
—Mi papá se metió en problemas… cosas feas. Tuvimos que empezar de cero aquí. La gente piensa que soy diferente porque quiero serlo, pero en realidad solo trato de sobrevivir.
Sentí una punzada en el pecho. Quise abrazarla, pero me contuve.
Los días siguientes fueron un torbellino. Mariana y las otras chicas comenzaron a ignorarme; mi jefe me miraba con desconfianza. En casa, mi mamá me preguntaba por qué llegaba tan tarde y si estaba «metido con alguna gringa».
Una tarde, mientras almorzaba con Camila en un parque cercano, recibí una llamada de mi padre.
—Mikel, ¿qué estás haciendo? La gente habla… No te conviene esa muchacha —dijo con voz dura—. Recuerda quién eres y de dónde vienes.
Colgué sin responderle. Sentí rabia y vergüenza. ¿Por qué debía importarme tanto lo que pensaran los demás?
Esa noche soñé con Camila bailando sola bajo la lluvia. Al despertar supe que debía tomar una decisión: seguir el camino seguro o arriesgarme por lo que sentía.
El lunes siguiente, Camila no llegó a la oficina. Mariana murmuró algo sobre «problemas familiares» y «gente como ella». Me preocupé y le escribí un mensaje. No respondió.
Pasaron tres días sin noticias suyas. Finalmente fui hasta su apartamento. Su vecina me dijo que había regresado a Cali porque su papá estaba grave.
Sentí un vacío enorme. ¿Y si nunca volvía? ¿Y si todo había terminado antes de empezar?
Las semanas pasaron lentas y grises. En la oficina nadie hablaba de Camila; era como si nunca hubiera existido. Yo me sumergí en el trabajo y evité a todos.
Un mes después recibí un mensaje:
—Hola Mikel. Mi papá falleció. No sé si volveré… pero quería darte las gracias por bailar conmigo esa noche. Nunca lo voy a olvidar.
Me quedé mirando el celular mucho rato. Quise responderle algo profundo, pero solo pude escribir:
—Aquí estaré si decides regresar. Nunca bailé así con nadie.
Esa noche lloré como un niño. Lloré por Camila, por mi cobardía, por todo lo que no me atreví a decirle ni a hacer.
Pasaron dos meses más antes de volver a verla. Un viernes cualquiera entró a la oficina como si nada hubiera pasado: más delgada, más seria, pero con la misma luz en los ojos.
Fui hacia ella sin pensar en los chismes ni en mi familia ni en el jefe.
—¿Bailas conmigo otra vez? —le pregunté en voz baja.
Ella sonrió y asintió. Y aunque no había música ni fiesta ni luces de colores, sentí que por fin estaba haciendo lo correcto.
A veces me pregunto: ¿cuántas veces dejamos pasar el amor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas oportunidades perdemos por no atrevernos a bailar cuando más lo necesitamos?