El precio de la armonía: Cuando callar ya no es opción
—¿Otra vez arroz con pollo, Mariana? —La voz de Ernesto retumbó en la cocina, mezclándose con el vapor y el olor a cebolla frita. Sentí cómo mi mano temblaba al remover la olla. No era la primera vez que escuchaba ese tono, pero esa noche algo dentro de mí se quebró.
—¿Y qué querías que hiciera? No tuve tiempo de ir al mercado —respondí, intentando mantener la calma, aunque por dentro hervía.
Ernesto bufó y se fue al cuarto, dejando tras de sí un silencio pesado. Mis hijos, Camila y Julián, me miraron desde la mesa. Camila tenía apenas doce años, pero ya entendía demasiado. Julián, con sus ocho años, solo bajó la cabeza y siguió dibujando en su cuaderno.
Me senté junto a ellos, fingiendo normalidad. Pero por dentro, una pregunta me taladraba: ¿En qué momento me convertí en una sombra dentro de mi propia casa?
Mi historia no es diferente a la de muchas mujeres en Colombia. Nací en un pueblo pequeño del Valle del Cauca, donde aprendí desde niña que el deber de una mujer era servir. Mi mamá siempre decía: “Mariana, una buena esposa mantiene la casa en orden y la boca cerrada”. Yo lo creí. Lo creí tanto que cuando Ernesto y yo nos casamos, me dediqué a ser la esposa perfecta: comida caliente, ropa limpia, hijos bien peinados y ni una queja.
Pero los años pasaron y el cansancio se fue acumulando. Ernesto trabajaba largas horas como conductor de bus intermunicipal y llegaba a casa esperando que todo estuviera impecable. Si algo faltaba, su mal humor era mi culpa. Si los niños peleaban, era porque yo no los sabía criar. Si yo quería salir con mis amigas o tomarme un tiempo para mí, era egoísmo.
Una noche, después de acostar a los niños, me miré al espejo del baño. Tenía ojeras profundas y el cabello recogido a la carrera. Me pregunté si esa mujer cansada era realmente yo. ¿Dónde quedó la Mariana que soñaba con ser profesora? ¿La que bailaba salsa hasta el amanecer en las fiestas del pueblo?
El día que todo cambió fue un domingo. Ernesto llegó temprano y encontró a los niños viendo televisión mientras yo leía un libro en la sala. Sin saludar siquiera, gritó:
—¿Por qué está todo desordenado? ¿No ves que los niños están como salvajes?
Sentí una rabia sorda subir por mi pecho. Cerré el libro con fuerza y le respondí:
—Ernesto, no soy tu empleada ni la niñera de tus hijos. Soy tu esposa.
El silencio fue absoluto. Los niños dejaron de respirar. Ernesto me miró como si nunca antes me hubiera visto.
—¿Qué te pasa? ¿Ahora te crees mucho porque lees esos libros feministas? —espetó.
—No me creo nada —dije, temblando—. Solo quiero que me respetes. Que entiendas que también tengo derecho a descansar, a tener sueños propios.
Esa noche dormí en el cuarto de Camila. Lloré en silencio mientras ella me abrazaba fuerte.
Al día siguiente, Ernesto no me habló. Durante semanas, la tensión fue insoportable. Mi suegra vino a visitarnos y me dijo en voz baja:
—Mariana, uno tiene que saber llevar la fiesta en paz. No armes problemas donde no los hay.
Pero yo ya no podía callar más. Empecé a buscar trabajo como profesora suplente en una escuela del barrio. Al principio Ernesto se burló:
—¿Y quién va a cuidar a los niños? ¿Quién va a hacer la comida?
—Podemos turnarnos —le dije—. O buscar ayuda entre todos.
La primera vez que recibí mi pago sentí una mezcla de orgullo y miedo. Orgullo porque estaba recuperando mi independencia; miedo porque sabía que Ernesto no lo aceptaría fácilmente.
Las discusiones aumentaron. Una noche, después de una pelea especialmente dura, Ernesto se fue de la casa por dos días. Yo estaba aterrada, pero también sentí alivio. Por primera vez en años dormí tranquila.
Cuando volvió, se sentó frente a mí en la mesa del comedor.
—No sé si esto va a funcionar —dijo con voz cansada—. Pero tampoco quiero perderte.
Nos miramos largo rato. Le hablé con el corazón en la mano:
—No quiero seguir viviendo así, Ernesto. No quiero que nuestros hijos crean que esto es normal. Si vamos a seguir juntos, tiene que ser como compañeros, no como amo y sirvienta.
No fue fácil. Tuvimos que ir a terapia de pareja en el centro comunitario del barrio. Hubo días buenos y días malos. A veces sentía ganas de rendirme; otras veces veía pequeñas señales de cambio: Ernesto ayudando a Julián con las tareas, Camila cocinando conmigo mientras él lavaba los platos.
Hoy no puedo decir que todo es perfecto. Pero sí puedo decir que ya no tengo miedo de alzar la voz cuando algo me duele o me parece injusto. Mis hijos han aprendido que mamá también tiene derecho a ser feliz.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven callando para evitar conflictos? ¿Vale la pena pagar el precio de la armonía si eso significa perderse a una misma?
¿Ustedes qué piensan? ¿Hasta dónde debemos ceder por mantener la paz en casa?