¿Y si la abuela se fuera para siempre?

—¿Y si la abuela se fuera y se perdiera? —solté, casi escupiendo las palabras, mientras mi hermana menor, Valeria, me miraba con los ojos bien abiertos. —Mamá, ¿por qué no dejas que la abuela salga y se pierda? Seguro todos estaríamos mejor —insistí, desafiando a mi madre con la mirada.

Mi madre, Lucía, se levantó de la mesa con ese cansancio que sólo tienen las mujeres que han cargado demasiado tiempo con el peso de una familia. —Zoe, por favor, no empieces otra vez —dijo con voz apagada, recogiendo los platos sin mirarme.

—¿Cuántas veces más vas a recordarme lo mismo? ¿Ahora me vas a echar en cara hasta el día que me muera que tengo que cuidar a la abuela? —repliqué, cruzando los brazos y sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.

La abuela Carmen estaba sentada en su silla favorita junto a la ventana, mirando el patio como si buscara algo que sólo ella podía ver. A veces hablaba sola, otras veces preguntaba por mi abuelo, muerto hace más de diez años. Desde que le diagnosticaron Alzheimer, la casa se llenó de silencios incómodos y gritos ahogados.

Valeria tenía apenas once años y ya sabía cómo moverse en medio de las discusiones. Se levantó despacio y fue a sentarse junto a la abuela, tomándole la mano con una ternura que yo ya no recordaba tener.

—Zoe, ayúdame con los trastes —ordenó mi madre desde la cocina. Fui detrás de ella arrastrando los pies.

—No es justo —susurré—. Yo también tengo vida. No puedo estar aquí todo el tiempo cuidando a alguien que ni siquiera sabe quién soy.

Mi madre dejó caer un vaso en el fregadero. Se rompió en mil pedazos y por un momento pensé que iba a llorar. Pero sólo respiró hondo y dijo:

—¿Tú crees que para mí es fácil? Es mi mamá. La mujer que me enseñó a caminar, a leer… Ahora ni siquiera recuerda mi nombre. Pero sigue siendo mi mamá.

No supe qué responder. Sentí una punzada de culpa, pero también una rabia sorda contra todos: contra mi madre por exigirme tanto, contra mi abuela por enfermarse, contra mí misma por no ser capaz de sentir compasión.

Esa noche cenamos en silencio. La abuela Carmen se quedó dormida en su silla y Valeria le puso una cobija encima. Yo me encerré en mi cuarto y puse música a todo volumen para no escuchar los sollozos ahogados de mi madre en la cocina.

Al día siguiente, llegué tarde a la prepa. Mis amigas me preguntaron por qué estaba tan seria y sólo pude encogerme de hombros. Nadie entiende lo que es vivir con alguien que se está desvaneciendo frente a tus ojos. Nadie habla del miedo de abrir la puerta del baño y encontrar a tu abuela orinando en el piso porque ya no reconoce ni su propio cuerpo.

Una tarde, mientras hacía tarea en la sala, escuché un grito desde el patio. Salí corriendo y vi a la abuela Carmen parada junto al portón abierto. Tenía los ojos llenos de lágrimas y murmuraba el nombre de mi abuelo.

—¡Abuela! —grité—. ¡No puedes salir sola!

Ella me miró como si fuera una extraña. —¿Quién eres tú? ¿Dónde está mi hija?

Me quedé helada. Por un segundo sentí ganas de dejarla ir, de dejar que se perdiera entre las calles ruidosas de Iztapalapa y que alguien más se hiciera cargo. Pero entonces Valeria apareció detrás de mí y abrazó a la abuela por la cintura.

—Vamos adentro, abue —dijo con dulzura—. Te voy a enseñar mis dibujos.

Esa noche no pude dormir. Me quedé pensando en lo fácil que sería rendirse, dejar que todo se desmoronara. Pero también pensé en las historias que mi abuela me contaba cuando era niña: cómo cruzó el país desde Oaxaca para buscar una vida mejor en la ciudad; cómo trabajó limpiando casas para que mi mamá pudiera estudiar; cómo siempre tenía dulces escondidos para nosotras.

Al día siguiente, cuando llegué de la escuela, encontré a mi madre llorando en la cocina. Tenía una carta en las manos.

—¿Qué pasó? —pregunté, sintiendo un nudo en el estómago.

—Es del hospital —dijo—. Dicen que ya no pueden darnos más apoyo para los medicamentos de tu abuela. Todo depende de nosotros ahora.

Me senté junto a ella y por primera vez en mucho tiempo le tomé la mano.

—Mamá… perdón por lo que dije ayer. No quise…

Ella me miró con los ojos rojos pero sonrió débilmente.

—Lo sé, hija. Todos estamos cansados. Pero somos familia. Y eso significa que nos cuidamos aunque duela.

Esa noche ayudé a bañar a la abuela. Le lavé el cabello con cuidado y le conté una historia inventada sobre un lugar donde nadie olvida nada nunca. Ella sonrió y por un momento pareció reconocerme.

Los días siguieron igual: entre tareas escolares, peleas por quién debía quedarse en casa y visitas al seguro social donde siempre nos decían lo mismo: «No hay recursos». Mi papá nos abandonó hace años y nunca volvió a llamar; todo recaía sobre nosotras tres.

Un día, mientras veía a Valeria peinarle el cabello a la abuela, pensé en lo injusto que era todo esto. ¿Por qué nadie habla del desgaste emocional de cuidar a un ser querido enfermo? ¿Por qué siempre esperamos que las mujeres carguen con todo?

Una tarde lluviosa, la abuela desapareció por unos minutos. Salimos corriendo bajo la tormenta buscándola por las calles llenas de charcos y basura. La encontramos sentada bajo un árbol, empapada pero tranquila, mirando al cielo como si viera algo hermoso.

—¿Por qué lloran? —nos preguntó cuando llegamos jadeando—. Estoy bien aquí.

La abrazamos fuerte y volvimos a casa empapadas pero juntas.

Hoy escribo esto mientras escucho los ronquidos suaves de la abuela desde su cuarto. No sé cuánto tiempo más estará con nosotras ni si algún día volverá a recordarnos. Pero he aprendido algo: el amor duele, cansa y a veces te hace decir cosas terribles… pero también te da fuerzas para seguir adelante.

¿Ustedes han sentido alguna vez ese cansancio tan grande que parece imposible seguir? ¿Han dicho algo imperdonable sólo porque ya no podían más?