El eco de tu ausencia: una madre en busca de respuestas
—¿Por qué no me contestas, Camila? —susurré al teléfono, sabiendo que solo escuchaba mi propia voz rebotando en la oscuridad de la sala. Era la tercera vez esa semana que marcaba su número, y la vigésima desde que empezó el mes. El tono sonaba, sonaba… y luego el silencio. Ese silencio que se ha convertido en mi sombra desde hace un año.
Recuerdo el día en que Camila se fue como si fuera ayer. Era una tarde lluviosa de julio en Medellín. El cielo lloraba conmigo mientras ella bajaba las escaleras con su maleta azul, esa que le regalé cuando cumplió diecisiete. «Mamá, necesito espacio», me dijo sin mirarme a los ojos. «No me busques. Por favor». Sentí que el piso se abría bajo mis pies, pero no lloré delante de ella. Solo asentí, como si entendiera algo que en realidad me era ajeno.
Desde entonces, la casa está vacía. El eco de sus risas se mezcla con el ruido del televisor encendido solo para no sentir tanto la soledad. A veces, cuando paso por su cuarto, abro la puerta y me quedo mirando sus fotos pegadas en la pared: Camila con su uniforme del colegio, Camila en la playa de Santa Marta, Camila abrazándome después de su graduación. ¿En qué momento dejamos de ser cómplices?
Mi hermana Lucía dice que los jóvenes de ahora son así, que necesitan cortar el cordón para crecer. Pero yo no puedo evitar preguntarme: ¿qué hice mal? ¿Fui demasiado estricta cuando le prohibí salir con ese muchacho, Julián? ¿O fue cuando discutimos porque quería estudiar arte y yo insistí en que eligiera derecho? Siempre quise lo mejor para ella, pero tal vez mi amor se volvió una jaula.
—Mamá, tienes que dejarla —me dice Lucía cada vez que me ve revisando el celular—. Si te necesita, te va a buscar.
Pero ¿cómo dejar de buscar a quien amas más que a tu propia vida? Cada vez que veo una publicación suya en Instagram —una foto en un café de Laureles, una historia bailando con amigas— siento alivio porque sé que está bien… pero también rabia y tristeza porque comparte su vida con todos menos conmigo.
Una tarde de domingo, mientras preparaba arepas para cenar sola, sonó el timbre. Mi corazón dio un brinco. Corrí a la puerta esperando verla allí, pero era Don Ernesto, el vecino.
—Doña Marta, ¿cómo está? Hace rato no veo a la niña…
—Está bien, Ernesto —mentí—. Anda ocupada con la universidad.
Me miró con compasión y bajó la voz:
—No se preocupe tanto. Los hijos siempre vuelven.
Cerré la puerta y me apoyé contra ella, sintiendo cómo las lágrimas finalmente escapaban. ¿Y si Camila no vuelve nunca? ¿Y si este silencio es mi castigo por no haberla escuchado más?
Las noches son las peores. Me acuesto y repaso cada conversación, cada pelea, cada abrazo perdido. Recuerdo cuando era niña y venía corriendo a mi cama después de una pesadilla. «Mami, ¿me abrazas?» Ahora soy yo la que necesita ese abrazo.
Un día decidí escribirle una carta. No un mensaje frío por WhatsApp ni un correo electrónico impersonal. Una carta de puño y letra, como las que mi mamá me escribía cuando yo era joven.
«Camila,
No sé si algún día leerás esto. Solo quiero decirte que te extraño cada día y que lo siento si alguna vez te hice daño sin querer. Siempre quise protegerte, pero tal vez no supe cómo dejarte volar. Aquí estaré siempre, con la puerta abierta y el corazón dispuesto a escucharte.
Con amor,
Tu mamá»
La dejé en su buzón una mañana temprano, temblando como una colegiala antes de confesar su primer amor. No recibí respuesta.
El tiempo pasa lento cuando esperas lo imposible. Mis amigas del barrio me invitan a tomar café y hablar de sus nietos, pero yo solo sonrío y cambio de tema. No quiero ser «la señora a la que su hija abandonó».
Una noche soñé con Camila. Estábamos sentadas en el parque de Envigado, comiendo mango biche con sal y limón como cuando era niña. Me miraba a los ojos y me decía: «Mamá, no es tu culpa». Me desperté llorando y con una sensación extraña de paz… hasta que recordé que solo era un sueño.
A veces pienso en buscar ayuda profesional, pero en mi familia eso es casi un tabú. «Los trapos sucios se lavan en casa», decía mi papá. Pero ¿cómo lavo este dolor si ni siquiera sé dónde está la mancha?
Hace poco vi a Julián en el supermercado. Me saludó con timidez y bajó la mirada.
—¿Sabe algo de Camila? —le pregunté sin poder evitarlo.
—Está bien… creo —respondió—. La he visto feliz.
Eso debería tranquilizarme, pero solo aumenta mi vacío. ¿Por qué puede ser feliz lejos de mí?
Hoy hace exactamente un año desde que se fue. Encendí una vela por ella y recé como nunca antes lo había hecho. Pedí fuerzas para aceptar lo que no puedo cambiar y sabiduría para entender lo que aún no comprendo.
A veces me pregunto si algún día podré perdonarme por mis errores o si Camila podrá perdonarme a mí. ¿Cuántas madres estarán pasando por lo mismo en este momento? ¿Cuántos silencios llenan las casas de nuestro país?
Quizás algún día Camila vuelva o tal vez aprenda a vivir con su ausencia. Pero hoy sigo esperando esa llamada, ese mensaje, esa señal de que aún hay esperanza.
¿Será cierto eso de que el amor de madre todo lo puede? ¿O hay heridas que ni el tiempo ni el cariño logran sanar?