Entre el abandono y la esperanza: la historia de Ksenia

—¿Quieres? Llévate a la niña, a mí no me importa. No puedo verla. Pero a cambio, dame dinero.

La voz de mi madre, Wika, retumbó en la sala pequeña, entre los gritos de la televisión y el olor a frijoles quemados. Yo tenía apenas ocho años y estaba sentada en el suelo, abrazando mis rodillas, mirando cómo mi vida se negociaba como si fuera una bolsa de naranjas en el mercado de La Merced. Mi tía Rosa, con sus manos ásperas y su mirada cansada, dudó un segundo antes de responderle:

—¿Cómo puedes decir eso, Wika? Es tu hija…

Pero mi madre solo se encogió de hombros, su cabello oscuro y rizado cayendo sobre su rostro. Siempre fue hermosa, aunque su belleza tenía algo salvaje, casi peligroso. Su cara alargada, los ojos marrones y saltones, la mandíbula fuerte… pero lo que más recuerdo es cómo podía endurecerse su expresión cuando hablaba de mí. Como si yo fuera una carga demasiado pesada para sus hombros ya cansados por la vida.

—¿No entiendes? No puedo verla. Me recuerda todo lo que perdí. Si la quieres, llévatela. Pero no gratis —insistió Wika, con esa voz fría que usaba cuando estaba decidida.

Mi tía Rosa me miró con compasión. Yo no lloré. No podía. Había aprendido desde muy chica que las lágrimas solo hacían que mi madre se enojara más. Así que me quedé callada, sintiendo cómo una parte de mí se rompía para siempre.

Esa noche dormí en casa de mi tía, en una colchoneta junto a mis primos. El techo tenía goteras y las paredes olían a humedad, pero al menos allí nadie me miraba con desprecio. Mi tía intentó consolarme:

—No te preocupes, Ksenia. Aquí te vamos a cuidar.

Pero yo sabía que nada volvería a ser igual.

Crecí en Iztapalapa, entre calles polvorientas y el bullicio constante de vendedores ambulantes. Mi madre desapareció de mi vida poco después de aquel día. Dicen que se fue con un hombre al norte, buscando fortuna o tal vez solo escapando de sí misma. Nunca volvió a buscarme.

En la escuela, los niños se burlaban de mi apellido raro y de mis dientes grandes. «¡Ksenia la bruja!», gritaban algunos. Yo apretaba los puños y fingía que no me dolía, pero cada palabra era como una piedra más en la mochila invisible que cargaba todos los días.

Mi tía hacía lo posible por darme cariño, pero tenía sus propios problemas: tres hijos, un marido alcohólico y un salario mínimo como empleada doméstica. A veces faltaba comida en la mesa y otras veces faltaba paciencia. Pero nunca faltó un techo ni una palabra amable cuando más lo necesitaba.

A los quince años, empecé a trabajar limpiando casas en Polanco. Veía cómo vivían las familias ricas: casas enormes, refrigeradores llenos, niños con ropa nueva cada temporada. Me preguntaba si alguna vez yo podría tener algo así. Pero luego recordaba las palabras de mi madre: «No sirves para nada».

Un día, mientras limpiaba el baño de una señora elegante llamada Doña Teresa, escuché una conversación entre ella y su hija:

—Mamá, ¿por qué nunca me abrazas?
—Ay, hija, no seas dramática. Así somos en esta familia.

Me quedé pensando en eso toda la tarde. ¿Será que las madres no saben querer? ¿O será que algunas simplemente no pueden?

A los diecisiete conocí a Emiliano en una fiesta del barrio. Era guapo, simpático y tenía esa sonrisa que hacía que todo pareciera posible. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno tiene tantas ganas de ser querido. Pronto quedé embarazada.

Cuando le conté a mi tía, se llevó las manos a la cabeza:

—¡Ksenia! ¿Cómo vas a mantener a ese niño? ¡Si apenas puedes contigo!

Emiliano prometió que estaría conmigo, pero cuando nació nuestra hija Valeria, él ya había desaparecido tras una pelea con unos narcos del barrio. Me quedé sola otra vez.

Los primeros meses fueron un infierno: Valeria lloraba sin parar, yo no tenía leche suficiente y el dinero apenas alcanzaba para pañales baratos y leche en polvo. A veces pensaba en mi madre y me preguntaba si ella también se había sentido así: abrumada, sola, sin salida.

Una tarde lluviosa, mientras Valeria dormía sobre mi pecho y yo miraba el techo agrietado del cuarto prestado donde vivíamos, sentí una rabia profunda contra Wika. ¿Por qué me había dejado? ¿Por qué nunca fui suficiente para ella?

Pero luego miré a mi hija y entendí algo: yo podía romper ese ciclo. Podía ser diferente.

Empecé a buscar trabajo como recepcionista en una clínica pequeña gracias a una vecina que me recomendó. No era fácil: tenía que dejar a Valeria con una señora mayor del barrio y rezar para que estuviera bien mientras yo trabajaba doce horas seguidas por un sueldo miserable. Pero poco a poco fui ahorrando.

Un día recibí una llamada inesperada:

—¿Ksenia? Soy Rosa… Tu mamá está enferma. Está en el hospital general.

Sentí un nudo en el estómago. No sabía si debía ir o no. ¿Qué le debía yo a esa mujer?

Pero fui. Cuando llegué al hospital, vi a Wika acostada en una camilla, más delgada y envejecida de lo que recordaba. Sus ojos seguían siendo grandes y tristes.

—Hola… —dijo con voz ronca— Pensé que no vendrías.

Me quedé parada junto a la puerta, sin saber qué decir.

—Perdóname —susurró— No supe cómo ser tu mamá… La vida me ganó…

No lloré. Solo sentí una tristeza profunda por todo lo que pudo haber sido y no fue.

Salí del hospital con el corazón pesado pero también con una extraña sensación de alivio. Por primera vez entendí que el abandono no era culpa mía.

Hoy Valeria tiene cinco años y cada noche le digo cuánto la quiero antes de dormir. Trabajo duro para darle lo que yo no tuve: seguridad, amor y la certeza de que siempre estaré para ella.

A veces me pregunto si alguna vez podré perdonar del todo a mi madre o si ese vacío siempre estará ahí, recordándome lo frágil que puede ser el amor materno.

¿Ustedes creen que uno puede romper realmente el ciclo del abandono? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes nos criaron?