El precio de un hijo: la historia de Ksenia y Wika en el corazón de México
—¿Quieres? Llévatela. No me pesa. No la soporto. Pero a cambio, dame dinero —escuché la voz de mi madre, Wika, retumbando en la sala húmeda y oscura de nuestro departamento en Iztapalapa. Yo, Ksenia, tenía apenas nueve años, pero entendí cada palabra como si me hubieran marcado con hierro caliente.
La mujer frente a ella, doña Rosario, miró mi cara larga, mis ojos marrones y algo saltones, mis dientes grandes y mi quijada fuerte. Pero lo que más llamaba la atención eran mis cabellos: gruesos, oscuros, llenos de rizos que caían como cascada cuando los soltaba. Siempre me los amarraba atrás para que no estorbaran, pero esa noche estaban sueltos, cubriéndome como un escudo.
—¿Cuánto quieres? —preguntó Rosario, sin mirarme a los ojos.
—Lo que traigas. Ya no puedo verla aquí —respondió Wika, encendiendo un cigarro con manos temblorosas.
Me quedé quieta, apretando los puños. No lloré. Ya había aprendido que las lágrimas no servían de nada en esa casa. Mi madre nunca me quiso. Decía que yo era igualita a mi papá, ese hombre que nos abandonó cuando yo era bebé y del que sólo tengo una foto borrosa.
Rosario sacó unos billetes arrugados del bolso y los puso sobre la mesa. Mi madre los agarró sin contar. —Llévatela ya —dijo, dándome la espalda.
Así empezó mi nueva vida. Rosario vivía en una vecindad en Tepito. Su casa olía a frijoles refritos y humedad. Tenía tres hijos más grandes que yo: Toño, Lupita y Maribel. Al principio no sabían qué hacer conmigo. Yo tampoco sabía qué hacer con ellos.
—¿Por qué te trajo mi mamá? —me preguntó Lupita una tarde mientras lavábamos ropa en el patio.
—Porque mi mamá no me quiere —le respondí, sin levantar la vista.
—Pues aquí tampoco hay mucho amor —dijo ella encogiéndose de hombros.
Los días pasaban lentos. Rosario me ponía a vender dulces en el mercado desde temprano. Si no vendía lo suficiente, no cenaba. A veces soñaba con mi madre, con su voz dura y sus manos frías. Me preguntaba si alguna vez pensaba en mí o si el dinero que recibió le había servido para algo.
Una noche escuché a Rosario discutiendo con su hermana:
—¿Y si la mamá viene a buscarla?
—¿Para qué? Si ya se deshizo de ella. Además, ¿quién va a querer a una niña así?
Me tapé los oídos. No quería escuchar más.
En la escuela era invisible. Los maestros sabían que yo era «la niña que vendía dulces» y nada más. Nadie preguntaba por mi familia. Nadie notaba cuando llegaba con moretones o con la ropa rota.
A los doce años, Toño intentó tocarme una noche. Me defendí como pude y le arañé la cara. Rosario me golpeó por «provocarlo» y me dejó encerrada dos días sin comer.
Pensé en huir muchas veces, pero ¿a dónde iba a ir? No tenía a nadie. Mi madre biológica ni siquiera sabía si seguía viva.
Un día, mientras barría la calle, vi pasar a una señora elegante con una niña de mi edad. La niña reía y abrazaba a su madre. Sentí una punzada en el pecho tan fuerte que tuve que sentarme en la banqueta para no desmayarme.
Esa noche recé por primera vez en años:
—Diosito, si existes, mándame aunque sea un poquito de amor. No quiero dinero ni ropa bonita. Sólo quiero que alguien me quiera.
Pasaron los años y aprendí a sobrevivir. Trabajé en una fonda lavando platos, luego limpiando casas en Polanco. Siempre callada, siempre invisible.
A los diecisiete años conocí a Ernesto, un muchacho que vendía flores afuera del metro Hidalgo. Era moreno, flaco y tenía una sonrisa triste como la mía.
—¿Por qué siempre estás sola? —me preguntó un día mientras me daba una rosa marchita.
—Porque así aprendí a estar —le respondí.
Nos hicimos amigos y luego novios. Por primera vez sentí que alguien me veía de verdad. Ernesto tenía sueños: quería poner un puesto propio, salir del barrio, tener una familia diferente a la suya y a la mía.
Un día le conté mi historia. Lloró conmigo y me prometió que nunca me abandonaría.
Pero la vida no es tan fácil para los que nacimos rotos.
A los veinte años quedé embarazada. Ernesto estaba feliz, pero yo sentía miedo. ¿Y si era como mi madre? ¿Y si no podía querer a mi hijo?
El día que nació mi hija, la miré a los ojos y sentí algo nuevo: una mezcla de terror y amor tan grande que me dolía el pecho.
Ernesto trabajaba todo el día y yo cuidaba a la niña sola en nuestro cuartito rentado en Nezahualcóyotl. A veces el llanto de mi hija me desesperaba tanto que tenía ganas de salir corriendo y no volver nunca más.
Una tarde, mientras la niña lloraba sin parar y yo no podía calmarla, recordé las palabras de mi madre: «No puedo verte más». Me asusté tanto de mí misma que salí corriendo al baño y lloré hasta quedarme dormida en el suelo frío.
Cuando Ernesto llegó esa noche, le conté lo que sentía. Me abrazó fuerte y me dijo:
—Tú no eres tu mamá, Ksenia. Eres mucho más fuerte que ella.
Pero el miedo seguía ahí, como una sombra pegada a mi espalda.
Busqué ayuda en un centro comunitario donde daban talleres para madres jóvenes. Ahí conocí a otras mujeres con historias parecidas: abandono, violencia, pobreza… pero también ganas de salir adelante.
Poco a poco aprendí a quererme un poco más. A perdonar a mi madre por lo que hizo… o al menos a intentarlo.
Hoy mi hija tiene cinco años y cada vez que me abraza siento que estoy sanando un pedacito de mi corazón roto.
A veces me pregunto si algún día podré perdonar del todo a Wika o si ella alguna vez pensará en mí cuando cuente su dinero o cuando vea una niña con rizos oscuros por la calle.
¿Será posible romper el ciclo del abandono? ¿O estamos condenados a repetir las heridas de nuestros padres?
¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede aprender a amar cuando nunca te enseñaron cómo hacerlo?