La distancia entre nosotros: una historia de Mariana y Tomás

—¿Así nomás te vas, Tomás? —le grité desde la puerta, con la voz quebrada y las manos temblando. El eco de mis palabras rebotó en las paredes vacías del departamento, mientras él recogía su mochila sin mirarme a los ojos. Afuera, el cielo de Buenos Aires estaba encapotado, como si supiera que mi mundo también se nublaba.

No hubo respuesta. Solo el sonido de sus pasos alejándose por el pasillo. Me quedé ahí, paralizada, con el corazón latiendo tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Habían sido ocho años juntos, tres de casados, y ahora todo terminaba en un portazo suave, casi cobarde.

No era una sorpresa. Desde hacía meses sentía esa distancia creciendo entre nosotros, como una grieta invisible que se ensanchaba cada día un poco más. Las cenas en silencio, los mensajes que contestaba tarde, las miradas esquivas. Pero nunca estuve lista para la verdad. Nunca pensé que Tomás tendría el coraje —o la crueldad— de dejarme así, sin explicaciones.

Esa noche, después de llorar hasta quedarme sin lágrimas, llamé a mi mamá. —Mamá, Tomás se fue —dije apenas contestó. Del otro lado, escuché su suspiro y su voz temblorosa: —Ay, Marianita… venite a casa unos días, no te quedes sola.

Pero no fui. No podía enfrentar todavía las preguntas de mi familia, ni las miradas de lástima de mis amigas del barrio. Me encerré en el departamento, rodeada de los recuerdos: la foto de nuestro viaje a Mendoza, la taza que él usaba para el café, su camisa olvidada en el respaldo de una silla. Todo me dolía.

Los días pasaron lentos. El trabajo en la librería del centro era mi único refugio. Allí podía perderme entre los libros y las historias ajenas, fingiendo que mi vida no era ese desastre. Pero hasta ahí me alcanzaban los rumores: «¿Supiste lo de Mariana y Tomás?», «Dicen que él está saliendo con una chica del gimnasio». Cada palabra era una puñalada.

Una tarde, mientras acomodaba unos libros en la vidriera, entró Lucía, mi mejor amiga desde la secundaria. —Mariana, basta —me dijo sin rodeos—. No podés seguir así. Tenés que salir, respirar otro aire. Venite este sábado a casa, hacemos una juntada con los chicos.

No tenía ganas, pero fui igual. En la terraza de Lucía, entre risas forzadas y vasos de vino barato, sentí por primera vez que podía volver a reírme. Pero también sentí el vacío: todos hablaban de sus parejas, sus hijos, sus planes para las vacaciones. Yo solo tenía silencio y una herida abierta.

Esa noche, al volver caminando por las calles húmedas de Almagro, me crucé con Tomás. Iba de la mano con una chica rubia, mucho más joven que yo. Me vio y bajó la mirada. Sentí rabia, vergüenza y un dolor tan profundo que tuve que apoyarme contra una pared para no caerme.

Al día siguiente recibí un mensaje suyo: «Perdón por todo. No supe cómo manejarlo». No contesté. ¿Qué podía decirle? ¿Que me había destrozado? ¿Que yo también tenía culpa por no ver lo que pasaba?

Mi familia insistía en que volviera a casa: —Mariana, no tenés por qué pasar esto sola —decía mi papá—. Pero yo necesitaba enfrentar mi dolor en mis propios términos.

Un domingo cualquiera, mientras preparaba mate mirando por la ventana, llegó mi hermana menor, Sofía. Se sentó a mi lado y me abrazó fuerte. —Te admiro —me dijo—. Yo no podría soportar lo que estás viviendo.

—No me admires —le respondí—. No sé si estoy sobreviviendo o solo resistiendo.

Pasaron los meses y el verano llegó con su calor pegajoso y sus promesas de nuevos comienzos. Empecé terapia en el hospital público del barrio; ahí conocí a otras mujeres con historias parecidas a la mía: traiciones, abandonos, sueños rotos. Nos reíamos juntas de nuestras desgracias y aprendimos a sostenernos unas a otras.

Un día cualquiera recibí una carta de Tomás. Decía que quería hablar conmigo para pedir perdón en persona. Dudé mucho antes de aceptar. Nos encontramos en un café cerca del Parque Centenario.

—Mariana —empezó él—, sé que no hay excusas para lo que hice. Me equivoqué feo y te fallé como hombre y como compañero.

Lo miré a los ojos por primera vez en meses y vi su tristeza mezclada con culpa.

—No quiero tu perdón —le dije—. Solo quiero entender por qué.

Tomás suspiró largo: —Me sentía vacío… Perdido… Y pensé que otra persona podía llenar ese vacío. Pero era mentira; ahora estoy más solo que nunca.

No lloré frente a él. Ya no tenía lágrimas para regalarle.

Al salir del café sentí una extraña paz. No porque todo estuviera bien —seguía rota— pero al menos ya no tenía preguntas sin respuesta.

Con el tiempo aprendí a vivir sola: a cocinar solo para mí, a dormir en una cama enorme donde ya no me sobraba espacio sino sueños nuevos por construir. Empecé a salir con amigas al cine Gaumont los jueves y a tomar clases de cerámica en el centro cultural del barrio.

Un día conocí a Diego en una feria de libros usados en San Telmo. Era distinto a Tomás: tranquilo, paciente, con una risa contagiosa y una historia también marcada por el dolor. Nos hicimos amigos primero; después algo más fue creciendo entre nosotros.

No fue fácil confiar otra vez; cada vez que Diego me abrazaba sentía miedo de volver a perderlo todo. Pero él supo esperar mis tiempos y respetar mis silencios.

Hoy miro hacia atrás y veo todo lo que sobreviví: la traición, la soledad, el miedo al futuro incierto. Aprendí que nadie está preparado para el dolor pero todos tenemos la fuerza para seguir adelante si nos animamos a pedir ayuda y a dejar entrar nuevas historias en nuestra vida.

A veces me pregunto si alguna vez podré amar sin miedo otra vez… ¿Ustedes creen que después de una traición así es posible volver a confiar? ¿O esa herida queda abierta para siempre?