Cuando el amor se va: La historia de Lucía después de 25 años de matrimonio

—¿Eso es todo, Ernesto? ¿Veinticinco años y solo dejas la llave sobre la mesa? —le grité, pero mi voz se quebró antes de terminar la frase. Él ni siquiera volteó. Cerró la puerta con un portazo y el eco retumbó en el departamento como un disparo. Me quedé ahí, en medio del silencio, apretando la argolla que él había dejado junto a la cafetera, como si fuera una basura más.

Me llamo Lucía, tengo 52 años y vivo en Ciudad de México. Mi vida era una rutina cómoda: cenas juntos viendo telenovelas, domingos de pozole con mis hijos, vacaciones en Acapulco cuando podíamos ahorrar algo. Nunca imaginé que Ernesto, el hombre con quien compartí todo desde los 27 años, me dejaría por una mujer veinte años menor. «Merezco algo mejor», me dijo mientras metía su ropa en la maleta. Sus palabras me atravesaron como cuchillos. ¿Qué era lo que yo no podía darle? ¿En qué momento dejé de ser suficiente?

Esa noche no dormí. Me senté frente a la ventana viendo las luces de la ciudad, repasando cada discusión, cada silencio incómodo de los últimos años. Recordé cuando nuestros hijos, Mariana y Emiliano, eran pequeños y corrían por el parque mientras nosotros planeábamos el futuro. Ahora ambos vivían lejos, Mariana en Monterrey y Emiliano en Puebla, ocupados con sus propias vidas.

Al día siguiente, mi hermana Carmen llegó sin avisar. Me encontró llorando en la cocina, abrazada a una taza de café frío.

—Lucía, tienes que levantarte. No puedes dejar que esto te destruya —me dijo mientras me acariciaba el cabello.

—¿Y si ya no hay nada para mí? —le respondí entre sollozos.

—Claro que sí. Pero tienes que buscarlo. No todo termina porque él se fue.

No le creí. Pasaron semanas en las que apenas comía y solo salía para ir al trabajo en la biblioteca municipal. Ahí, entre libros polvorientos y estudiantes distraídos, encontraba un poco de paz. Pero al volver a casa, el vacío era insoportable.

Un día, mientras acomodaba unos libros donados, un señor mayor se acercó al mostrador. Tenía el cabello canoso y una sonrisa tímida.

—Disculpe, ¿tienen algo sobre historia de México? —me preguntó.

—Claro, pase por aquí —le respondí, guiándolo hacia los estantes.

Se llamaba Don Felipe y venía todos los martes a leer. Empezamos a conversar sobre libros, sobre la ciudad, sobre la vida. Descubrí que era viudo desde hacía cinco años y que sus hijos vivían en el extranjero. Compartíamos la misma soledad.

—¿Sabe qué es lo peor de quedarse solo? —me dijo un día— Que uno empieza a pensar que ya no merece ser feliz.

Sus palabras me hicieron llorar ahí mismo, entre los libros de historia y las novelas románticas. Él me tomó la mano con delicadeza.

—Pero sí lo merecemos —añadió—. Solo hay que darnos permiso.

Empezamos a salir a caminar por el parque después del trabajo. Al principio sentía culpa: ¿cómo podía siquiera pensar en otra persona si apenas estaba superando el abandono de Ernesto? Pero Don Felipe nunca me presionó. Solo escuchaba mis historias y compartía las suyas.

Un sábado lluvioso me invitó a tomar café en una cafetería pequeña cerca del Zócalo. Hablamos durante horas sobre nuestros miedos y sueños rotos. Me reí como hacía años no lo hacía.

—Lucía, ¿te has dado cuenta de que todavía puedes empezar de nuevo? —me preguntó mirándome a los ojos.

Sentí un escalofrío. Por primera vez en meses, pensé que tal vez tenía razón.

Pero no todo fue fácil. Mariana vino a visitarme y encontró una foto mía con Don Felipe en la sala.

—¿Quién es ese señor? —preguntó con desconfianza.

—Es un amigo —le respondí nerviosa.

—¿Un amigo? Mamá, ¿tan rápido ya tienes a alguien más? Papá apenas se fue hace unos meses…

Me dolió su juicio. Sentí vergüenza y culpa. Pero esa noche hablé con ella con el corazón abierto.

—Hija, tu papá ya no está aquí. Yo no lo busqué, pero tampoco puedo quedarme esperando a que la vida pase frente a mí. No sé si esto va a funcionar o si solo es una amistad, pero necesito sentirme viva otra vez.

Mariana lloró conmigo y al final me abrazó fuerte.

—Solo quiero verte feliz, mamá —me dijo—. Perdóname si fui dura.

Con Emiliano fue diferente. Cuando le conté por teléfono, solo guardó silencio y luego cambió de tema. Sé que le cuesta aceptar que su madre pueda rehacer su vida sin su papá.

Poco a poco fui reconstruyendo mi mundo. Aprendí a vivir sola: a cocinar solo para mí, a dormir en una cama vacía, a disfrutar del silencio sin sentirme abandonada. Con Don Felipe descubrí que el amor puede llegar cuando menos lo esperas y de formas distintas a las que imaginaste.

Un día Ernesto llamó para pedirme unos papeles que había olvidado. Cuando vino por ellos, me miró sorprendido al ver flores frescas en la mesa y fotos nuevas en la pared.

—Te ves diferente —me dijo incómodo.

—Estoy aprendiendo a ser feliz otra vez —le respondí con una sonrisa sincera.

Él bajó la mirada y se fue sin decir nada más. Cerré la puerta suavemente esta vez; ya no necesitaba gritar ni llorar.

Hoy sigo caminando con Don Felipe por el parque cada martes y viernes. No sé si esto durará para siempre o si solo es una estación en mi vida, pero aprendí que siempre hay segundas oportunidades para amar y ser amado.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo creen que su vida terminó cuando su pareja se va? ¿Cuántas se atreven a buscar su propia felicidad después del dolor? ¿Y tú qué harías si tuvieras que empezar de nuevo después de los 50?