Eché a mi esposo y a mis suegros de mi casa. No me arrepiento.
—¡No más! —grité, con la voz quebrada pero firme, mientras la lluvia golpeaba los ventanales y el trueno hacía temblar los vidrios. Mi suegra, Doña Rosa, se quedó helada con la cuchara de madera en el aire. Mi esposo, Julián, me miró como si nunca me hubiera visto antes. Y mi suegro, Don Ernesto, apenas levantó la vista del televisor, como si el escándalo fuera parte del fondo habitual de nuestra casa.
No sé en qué momento exacto se rompió todo, pero esa noche supe que no podía seguir viviendo así. Habían pasado tres años desde que Julián trajo a sus padres a vivir con nosotros en nuestra pequeña casa de las afueras de Medellín. Al principio, lo entendí: venían del campo, de un pueblito en Antioquia donde ya no podían trabajar la tierra. La vida allá se les había hecho imposible, y Julián, buen hijo, quiso ayudarlos. Pero nadie me preguntó si yo estaba lista para compartir mi vida, mi espacio y hasta mi cama con ellos.
—María Fernanda, ¿no tienes más café? —me preguntó Doña Rosa esa noche, como si yo fuera la empleada y no la dueña de la casa.
—No hay más —respondí seca, sin mirarla a los ojos. Sabía que era mentira; había café en la alacena, pero no tenía ganas de servirle nada a nadie.
Desde que llegaron, mi vida se volvió un desfile de sacrificios invisibles. Dejé de estudiar en las noches porque tenía que cocinar para seis personas. Dejé de invitar a mis amigas porque Doña Rosa decía que las mujeres decentes no andan en chismes. Dejé de dormir tranquila porque Don Ernesto roncaba como un tren y Julián se iba a dormir con ellos para «acompañarlos». Me sentía una extraña en mi propia casa.
Al principio intenté hablarlo con Julián:
—Amor, esto no está funcionando. Yo también tengo derecho a decidir quién vive aquí.
—¿Y qué quieres que haga? Son mis papás. No los voy a dejar tirados —me respondía él, siempre con ese tono que mezclaba culpa y reproche.
La familia lo era todo para Julián. Para mí también lo fue alguna vez, hasta que entendí que «familia» no significa aguantarlo todo. Mi mamá murió cuando yo tenía quince años y mi papá se fue a trabajar a Ecuador; crecí sola, aprendiendo a defenderme en un mundo donde las mujeres siempre tenemos que ceder primero.
Pero esa noche, entre el olor a frijoles recalentados y el sonido de la lluvia, algo dentro de mí explotó. Doña Rosa se quejaba porque no encontraba su blusa favorita; Don Ernesto gritaba porque el televisor no sintonizaba el partido; Julián me miraba como si yo fuera invisible. Y yo… yo ya no podía más.
—¡Basta! —repetí, ahora llorando—. Esta es mi casa también y ustedes no me respetan. No soy su sirvienta ni su sombra.
Doña Rosa soltó la cuchara y me miró con desprecio:
—¿Así le hablas a tus mayores? Por eso este país está como está… Las mujeres jóvenes ya no saben su lugar.
Julián intentó calmarla:
—Mamá, por favor…
Pero yo ya había tomado una decisión. Fui al cuarto, saqué tres maletas y empecé a empacar sus cosas. Nadie se movió al principio; creo que pensaron que era una rabieta más. Pero cuando vieron que iba en serio, Don Ernesto se levantó furioso:
—¡No tienes derecho! Esta casa es de Julián.
—Esta casa es de los dos —le respondí—. Y si tengo que elegir entre perderlos a ustedes o perderme a mí misma… prefiero quedarme sola.
La discusión duró horas. Gritos, insultos, lágrimas. Julián me suplicó que lo pensara mejor:
—Fer, ¿de verdad vas a hacer esto? ¿Vas a dejarme elegir entre mi familia y tú?
—No te estoy obligando a nada —le dije—. Solo te estoy mostrando lo que yo necesito para seguir viviendo aquí.
Al final, se fueron esa misma noche bajo la lluvia. Los vi subirse al taxi con las maletas mojadas y los rostros llenos de rabia y tristeza. Julián me miró desde la ventana del carro; nunca olvidaré esa mirada: mezcla de traición y miedo.
Esa noche dormí sola por primera vez en años. El silencio era tan grande que dolía. Pero también sentí algo parecido a la paz. Lloré mucho; lloré por lo perdido y por lo ganado.
Los días siguientes fueron un infierno: llamadas de familiares insultándome, mensajes de amigas preguntando si estaba loca, vecinos murmurando detrás de las cortinas. En el trabajo apenas podía concentrarme; sentía que todos me juzgaban.
Pero poco a poco empecé a recuperar mi vida: volví a estudiar por las noches, invité a mis amigas sin miedo al qué dirán, dormí en mi cama sin sentirme una intrusa. Aprendí a cocinar solo para mí y descubrí que me gustaba el silencio tanto como antes temía la soledad.
Julián me llamó varias veces; al principio para insultarme, después para suplicarme que lo perdonara. Me dijo que sus padres estaban viviendo con una tía en Bello y que él no sabía qué hacer sin mí.
—Fer… ¿de verdad no hay vuelta atrás?
No le respondí enseguida. Me tomé mi tiempo para pensar en todo lo que había soportado por miedo al qué dirán, por miedo a estar sola, por miedo a ser «la mala» de la historia.
Hoy escribo esto sentada en mi sala vacía pero luminosa. No sé si hice bien o mal; solo sé que por primera vez en mucho tiempo puedo respirar tranquila.
¿De verdad está mal elegirnos primero? ¿Cuántas veces más vamos a sacrificar nuestra felicidad por cumplir expectativas ajenas? Los leo.