Dos noches y un día: El precio de una decisión

—¿Por qué miras tanto el reloj, Camila? ¿Tienes prisa? —La voz de la contadora principal, Mariana, me sacudió como un balde de agua fría.

—No, es que… —intenté responder, pero la garganta se me cerró. Mentirle a Mariana era como intentar engañar a mi propia madre.

—¿Un hombre? A tu edad, Camila, ya deberías estar pensando en algo serio —dijo con esa sonrisa que mezcla ternura y juicio.

No respondí. ¿Cómo explicarle que no era un hombre lo que me tenía inquieta, sino el miedo a volver a casa y encontrar a mi madre llorando otra vez?

La oficina olía a café recalentado y papeles viejos. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del edificio en la colonia Doctores. El reloj marcaba las 5:00 pm. Faltaba una hora para salir, pero cada minuto era una tortura. Mi hermana menor, Valeria, me había escrito un mensaje: “Mamá está rara. No quiere comer.”

Desde que papá se fue hace dos años —una noche cualquiera, sin despedirse—, la casa se llenó de silencios y miradas esquivas. Mamá dejó de cocinar sus enchiladas verdes favoritas y Valeria empezó a encerrarse en su cuarto con audífonos gigantes. Yo me convertí en el sostén de la familia a los 23 años, trabajando en esa oficina gris donde los sueños se marchitan entre facturas y hojas de Excel.

Esa tarde, mientras Mariana seguía hablando sobre las cuentas por pagar, yo solo pensaba en llegar a casa. Sentía un nudo en el estómago. ¿Y si mamá había decidido irse también? ¿Y si Valeria no podía con todo esto?

Cuando por fin salí del trabajo, la ciudad era un caos de claxons y paraguas rotos. Corrí hacia el metro, empujando entre la multitud. En el vagón, una señora me miró con compasión. ¿Se notaría tanto mi angustia?

Al llegar al departamento, encontré a Valeria sentada en el suelo del pasillo, abrazando sus rodillas.

—¿Dónde está mamá? —pregunté sin aliento.

—En su cuarto. No quiere hablar —susurró Valeria.

Me acerqué a la puerta y toqué suavemente.

—Mamá… soy yo, Camila. ¿Puedo pasar?

No hubo respuesta. Abrí despacio y la vi sentada en la cama, mirando una foto vieja de papá.

—¿Por qué nos hizo esto? —dijo con voz quebrada—. ¿Por qué no fui suficiente?

Me senté junto a ella y le tomé la mano. No tenía respuestas. Solo podía ofrecerle mi hombro y mi silencio.

Esa noche no cenamos. Valeria lloró en silencio mientras fingía ver videos en su celular. Yo me quedé despierta hasta tarde, mirando el techo y preguntándome si algún día volveríamos a ser una familia.

A las tres de la mañana sonó el teléfono. Era un número desconocido. Dudé antes de contestar.

—¿Bueno?

—¿Camila? Soy yo… tu papá.

El corazón me dio un vuelco. No escuchaba esa voz desde hacía dos años.

—¿Por qué llamas ahora? —le espeté, temblando.

—Necesito verlas. Estoy enfermo… No sé cuánto tiempo me queda.

Colgué sin decir nada más. Me sentí traicionada por mis propias emociones: rabia, tristeza, esperanza… todo mezclado como un torbellino.

Al amanecer, le conté a mamá y Valeria sobre la llamada. Mamá se quedó muda; Valeria gritó:

—¡No quiero verlo! ¡Nos abandonó!

Pero mamá solo murmuró:

—Tal vez necesitemos perdonarlo para poder seguir adelante…

Pasamos el día discutiendo. Yo quería protegerlas, pero también sentía curiosidad por saber qué había pasado realmente. ¿Por qué se fue? ¿Por qué ahora?

Esa tarde fuimos las tres al hospital donde él estaba internado. El pasillo olía a desinfectante y miedo. Cuando entramos al cuarto, papá estaba irreconocible: más delgado, más viejo.

—Perdón… —susurró apenas nos vio.

Mamá lloró en silencio; Valeria no pudo mirarlo a los ojos; yo sentí que el corazón se me partía en mil pedazos.

Hablamos poco. Él intentó explicarse: problemas de dinero, miedo al fracaso, vergüenza… excusas que ya no importaban.

Esa noche dormimos juntas en la misma cama por primera vez desde que él se fue. Lloramos mucho. Al día siguiente recibimos la noticia: papá había muerto durante la madrugada.

No hubo tiempo para más palabras ni para más reproches.

Ahora, dos noches y un día después de esa llamada, sigo preguntándome si hice lo correcto al ir a verlo. ¿Se puede perdonar lo imperdonable? ¿O solo aprendemos a vivir con las heridas abiertas?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale la pena buscar respuestas aunque duelan?