Después de los Cincuenta: El Aroma de la Traición

—¿Y ese olor, Ricardo? —pregunté, apenas cruzó la puerta. No era el aroma del sudor ni el del café que solía impregnar su ropa después de un largo día en la oficina municipal. Era algo dulce, sutil, pero inconfundible. Un perfume caro, de esos que nunca habíamos podido darnos el lujo de comprar.

Ricardo se encogió de hombros, evitando mi mirada. —Ah, no sé, amor. En el baño había uno de esos sprays, seguro me lo eché sin querer —dijo, y soltó una risa nerviosa que me hizo sentir un frío en el estómago.

No insistí. Después de treinta años juntos, uno aprende a leer los silencios y las medias verdades. Pero esa noche, mientras él dormía a mi lado, yo no pude pegar un ojo. Me quedé mirando el techo de nuestra casa en Villa María, Córdoba, preguntándome si la rutina había matado nuestro amor o si simplemente yo había dejado de ser suficiente.

Al día siguiente, mientras preparaba el mate, recordé cómo nos conocimos en la universidad. Él era el chico rebelde que organizaba protestas y yo la tímida que siempre llevaba libros bajo el brazo. Nos enamoramos rápido, nos casamos jóvenes y criamos a nuestros dos hijos entre carencias y sueños postergados. Siempre pensé que éramos un equipo invencible.

Pero algo había cambiado. Ricardo empezó a llegar más tarde del trabajo. Decía que había mucho por hacer en la oficina, que la municipalidad estaba llena de problemas. Yo le creía porque siempre fue responsable. Pero ahora, además del perfume, notaba mensajes nuevos en su celular y una sonrisa tonta cuando lo revisaba.

Una tarde, mientras él se duchaba, el teléfono vibró sobre la mesa. No suelo revisar sus cosas, pero ese día algo me empujó a hacerlo. El mensaje decía: «Gracias por hoy, me hiciste reír como hace tiempo nadie lo lograba. Besos, Lucía».

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Lucía… La nueva compañera de trabajo que tanto mencionaba últimamente. «Es muy capaz», decía. «Tiene ideas frescas». Nunca pensé que esas ideas frescas fueran también para él.

Cuando salió del baño, lo enfrenté:

—¿Quién es Lucía?

Ricardo se quedó helado. Por un momento vi al hombre que amé toda mi vida, vulnerable y asustado.

—Es solo una amiga del trabajo —balbuceó—. No inventes cosas.

Pero yo ya no era la misma ingenua de antes. Le mostré el mensaje y vi cómo se le caía la máscara.

—¿Me estás engañando? —pregunté con la voz quebrada.

Ricardo bajó la cabeza y no respondió. Ese silencio fue peor que cualquier palabra.

Los días siguientes fueron un infierno. Dormíamos en la misma cama pero sentíamos un océano entre nosotros. Nuestros hijos, ya grandes y viviendo en otras ciudades, notaron mi tristeza por videollamada.

—Mamá, ¿qué pasa? —insistió Sofía desde Rosario.

No supe qué decirles. ¿Cómo explicarles que su padre ya no era el hombre que yo conocía? ¿Cómo admitir que después de los cincuenta te pueden romper el corazón como a los veinte?

Una tarde me animé a buscar a Lucía en redes sociales. Era más joven, con una sonrisa amplia y fotos en playas del sur argentino. Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Qué tenía ella que yo no? ¿Por qué Ricardo eligió arriesgar todo por una aventura?

Empecé a dudar de mí misma: mis arrugas, mis canas, mi cuerpo cambiado por los años y los partos. Me miraba al espejo y no reconocía a la mujer fuerte que fui alguna vez.

Un día decidí hablar con Ricardo sin gritos ni reproches.

—¿Por qué lo hiciste? —le pregunté con lágrimas en los ojos—. ¿Qué te faltó conmigo?

Él suspiró largo y por primera vez en semanas me miró a los ojos.

—No sé… Me sentí viejo, invisible… Lucía me hizo sentir vivo otra vez —admitió con voz temblorosa—. Pero nunca quise lastimarte.

Me dolió escucharlo pero también entendí algo: ambos nos habíamos perdido en la rutina. Yo también dejé de buscarlo, de sorprenderlo, de soñar juntos.

Decidimos darnos un tiempo. Ricardo se fue a vivir con su hermano mientras yo intentaba reconstruirme entre recuerdos y soledad. Al principio lloraba todas las noches, pero poco a poco empecé a salir más: retomé mis clases de pintura en el centro cultural, fui al cine con amigas y hasta me animé a viajar sola a Mendoza para visitar a mi hermana.

En ese viaje entendí que mi vida no se acababa porque él ya no estuviera conmigo. Que después de los cincuenta también se puede empezar de nuevo, aunque duela.

Hoy, meses después, Ricardo me llama a veces para saber cómo estoy. Dice que extraña nuestra casa, nuestros mates al atardecer y hasta mis peleas por dejar la toalla mojada sobre la cama. No sé si algún día podremos perdonarnos del todo o si cada uno seguirá su camino.

Pero aprendí algo importante: nadie es dueño del amor del otro y nunca es tarde para volver a quererse a uno mismo.

¿Y ustedes? ¿Creen que se puede reconstruir una relación después de una traición? ¿O es mejor aprender a soltar y empezar de nuevo?