Entre el amor y el deber: La noche en que mi matrimonio se rompió

—¿Así que eso es todo, Lucía? ¿Vas a dejar a mi mamá sola, como si fuera una carga?— La voz de Ernesto retumbó en la cocina, mientras yo apretaba el borde de la mesa con los nudillos blancos de rabia y cansancio.

No podía mirarlo a los ojos. Sentía que si lo hacía, me rompería en mil pedazos. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina, y el olor a café frío llenaba el aire. Habían pasado veinte años desde que nos casamos en la iglesia del barrio San Cristóbal, rodeados de toda la familia, con promesas de amor eterno. Pero esa noche, todo eso parecía tan lejano como un sueño olvidado.

—No puedo más, Ernesto. No puedo— susurré, apenas audible. —Tu mamá necesita ayuda profesional. Yo… yo ya no soy suficiente.

Él se quedó callado un momento, con los ojos llenos de decepción y rabia contenida. —¿Y qué hago yo, Lucía? ¿La llevo a un hospital público donde la traten como un mueble viejo? ¿Eso quieres para mi madre?

Sentí cómo la culpa me apretaba el pecho. Doña Rosario había sido una segunda madre para mí cuando llegué a esta casa, recién casada y llena de ilusiones. Pero desde que empezó a perderse en sus propios pensamientos, a gritar por las noches y a olvidar quiénes éramos, mi vida se volvió una rutina de miedo y agotamiento. Mis hijos, Camila y Mateo, ya ni siquiera querían estar en casa. El ambiente era denso, como si todos camináramos sobre vidrios rotos.

—No es justo que todo caiga sobre mí— le dije, con la voz quebrada. —Tienes dos hermanas, Ernesto. ¿Por qué siempre soy yo la que tiene que sacrificarlo todo?

Él me miró como si no me reconociera. —Porque tú eres la esposa. Porque aquí en esta casa siempre se ha hecho así. Mi papá cuidó a su mamá hasta el final. Mi mamá cuidó a su suegra. Así es en nuestra familia.

Me dieron ganas de gritarle que ya no podía más con esa cadena de sacrificios heredados, que yo también era hija de alguien y merecía vivir mi propia vida. Pero solo pude llorar en silencio.

Esa noche dormí en el sillón, escuchando los sollozos de doña Rosario desde su cuarto y los pasos pesados de Ernesto en la cocina. Al amanecer, él ya tenía las maletas hechas.

—No puedo vivir con alguien que abandona a mi madre— dijo sin mirarme. —Te lo advertí muchas veces. Si no puedes con esto, mejor cada quien por su lado.

Me quedé paralizada, viendo cómo se iba con los ojos llenos de resentimiento y tristeza. Camila me abrazó fuerte, llorando conmigo. Mateo se encerró en su cuarto y no salió en todo el día.

Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas familiares, reproches y chismes en el barrio. Las tías de Ernesto me llamaron egoísta. Mi propia madre me preguntó si estaba segura de lo que hacía: «En esta vida, hija, uno tiene que aguantar por la familia». Pero yo sentía que si seguía así, iba a perderme para siempre.

Busqué ayuda en el centro de salud del municipio. Me dijeron que había una lista de espera larguísima para conseguir un lugar en un centro especializado para doña Rosario. Mientras tanto, debía seguir cuidándola o pagarle a alguien más, pero el dinero no alcanzaba ni para las medicinas.

Las noches eran las peores. Me sentaba en la cama vacía y repasaba cada momento del pasado: los cumpleaños juntos, las navidades apretados en la mesa pequeña, las veces que Ernesto me defendió ante su familia… ¿En qué momento todo se volvió tan difícil?

Un día, Camila se acercó mientras lavaba los platos.

—Mamá… ¿tú eres feliz?

Me quedé helada. Nadie me había preguntado eso en años.

—No lo sé, hija— le respondí con sinceridad. —Pero quiero volver a intentarlo.

La culpa seguía ahí, como una sombra pegajosa. En el barrio nadie entendía mi decisión. «Las mujeres aguantan», decían las vecinas en la tienda. «Eso es lo que nos toca».

Pero yo ya no podía más con ese mandato invisible que nos obliga a sacrificarlo todo por los demás.

Ernesto vino una vez más a la casa para recoger unos papeles. No cruzamos palabra. Solo vi sus ojos cansados y su espalda encorvada al salir por la puerta.

A veces pienso si hice lo correcto o si simplemente fui cobarde. Pero cuando veo a mis hijos dormir tranquilos por primera vez en meses, siento que tal vez no estaba tan equivocada.

Ahora vivo sola con Camila y Mateo. Doña Rosario está con una tía en otro pueblo mientras conseguimos un lugar para ella donde pueda recibir atención adecuada. El silencio pesa algunas noches, pero también es un alivio.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven atrapadas entre el deber y sus propios límites? ¿Hasta cuándo vamos a cargar con culpas que no nos corresponden?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Es egoísmo querer vivir sin tanto peso encima?