La batalla invisible: El dolor de una madre en silencio

—¿Por qué no puedes entender que Andrés ya tiene su propia familia? —La voz de Valeria retumba en mi oído, fría y cortante, mientras yo aprieto el teléfono con manos temblorosas.

No sé en qué momento me convertí en la villana de esta historia. Recuerdo cuando Andrés era pequeño y corría por el patio de nuestra casa en Medellín, con los pies descalzos y la risa fácil. Yo era su refugio, su todo. Ahora, a mis sesenta años, siento que me han dejado al margen, como si fuera un mueble viejo que estorba en la sala.

—Valeria, yo solo quiero ayudar… —intento decirle, pero ella me interrumpe.

—¡Ayudar! ¿Eso llamas a meterte en todo? No necesitamos que vengas cada semana a revisar cómo están las cosas. No eres la única madre del mundo, Lucía.

Su desprecio es tan evidente que me duele más que cualquier enfermedad. Y lo peor es el silencio de Andrés. Mi hijo, mi único hijo, escuchando todo desde el otro lado y sin decir una sola palabra para defenderme. ¿Será que realmente piensa igual que ella?

Cuelgo el teléfono y me quedo mirando la foto de Andrés cuando se graduó del colegio. Yo sola, con mi vestido azul, abrazándolo con orgullo. Su papá nos dejó cuando él tenía cinco años; desde entonces, fuimos solo él y yo contra el mundo. Trabajé en una panadería quince horas diarias para darle lo mejor. ¿Acaso eso no cuenta ahora?

En el barrio todos saben que Valeria nunca me quiso. Desde el primer día que la trajo a casa, noté su mirada altiva, sus respuestas cortantes. Pero Andrés estaba enamorado y yo no quise ser la madre entrometida. Me tragué mis dudas y sonreí en su boda, aunque sentía que algo se rompía dentro de mí.

—Mamá, tienes que entender que ahora mi prioridad es Valeria —me dijo Andrés hace unos meses, cuando le pedí que viniera a cenar conmigo un domingo.

—¿Y yo? ¿Ya no soy tu familia? —le pregunté con la voz quebrada.

—Claro que sí, pero las cosas cambian…

Las cosas cambian. Esa frase me persigue como un fantasma cada noche. ¿Cambian tanto como para olvidar a quien te dio la vida?

La soledad se siente más pesada cuando cae la tarde y la casa se llena de ecos. Antes cocinaba para dos; ahora apenas si tengo ganas de prepararme un café. Mis amigas del barrio dicen que tengo que dejarlo ir, que así es la vida. Pero ¿cómo se deja ir a un hijo único? ¿Cómo se aprende a vivir con este vacío?

Una tarde, mientras regaba las matas en el balcón, escuché a las vecinas hablar sobre mí:

—Pobre Lucía, se nota que está sufriendo —dijo Doña Marta.

—Es que esas nueras de ahora no respetan nada —respondió otra.

Sentí vergüenza y rabia. No quiero ser la comidilla del barrio ni la suegra metiche de los chistes. Solo quiero ser parte de la vida de mi hijo.

Hace dos semanas fue el cumpleaños de Andrés. Le preparé su torta favorita y esperé toda la tarde a que viniera. Nunca llegó. Ni siquiera llamó. Al día siguiente me escribió un mensaje frío: “Gracias por la torta, mamá. Valeria no se sentía bien para salir”.

Me sentí invisible. Como si mi amor ya no tuviera valor.

Un día decidí ir al parque donde solíamos caminar cuando él era niño. Me senté en una banca y vi a una madre jugando con su hijo pequeño. Me invadió una tristeza profunda y las lágrimas salieron sin permiso.

—¿Está bien, señora? —me preguntó una joven que pasaba.

—Sí, hija… solo recordando —le respondí con una sonrisa triste.

Esa noche soñé con Andrés pequeño, abrazándome fuerte y diciéndome: “No te vayas nunca, mamá”. Me desperté llorando y con el corazón apretado.

He intentado hablar con él varias veces desde entonces. Siempre tiene prisa o está ocupado. Siento que lo estoy perdiendo y no sé cómo recuperarlo sin convertirme en esa madre asfixiante que todos critican.

A veces pienso si haber tenido solo un hijo fue un error. Si le di demasiado amor, si lo protegí tanto que ahora necesita alejarse para respirar. Pero ¿acaso una madre puede amar demasiado?

El domingo pasado fui a misa y recé por ellos, por mí, por todos los hijos e hijas que se alejan sin mirar atrás. Al salir, Doña Marta me abrazó fuerte:

—No estás sola, Lucía. Todos pasamos por esto alguna vez.

Pero yo sí me siento sola. Sola en esta batalla invisible donde nadie ve mis heridas ni escucha mis gritos ahogados.

Hoy he decidido escribirle una carta a Andrés. No para reprocharle nada, sino para decirle cuánto lo amo y cuánto lo extraño. Quizás nunca la lea o quizás sí. Pero necesito sacar este dolor del pecho antes de que me ahogue por completo.

A veces me pregunto: ¿En qué momento dejamos de ser indispensables para nuestros hijos? ¿Será este el destino de todas las madres solas? ¿O todavía hay esperanza de volver a ser familia?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Hasta dónde debe llegar el amor de una madre antes de dejar ir?