Una Casa de Perfección, Un Corazón en Caos

—¡Mariana, no puedes salir vestida así! ¿Qué van a decir las vecinas?— La voz de mi madre retumbó en el pasillo, tan cortante como siempre. Me quedé paralizada frente al espejo, con la blusa azul que tanto me gustaba y los jeans rotos que había comprado a escondidas en el tianguis. Sentí el calor de la vergüenza subir por mi cuello, pero también una chispa de rabia. ¿Por qué todo tenía que ser perfecto en esta casa? ¿Por qué yo no podía ser simplemente yo?

Mi padre, don Ernesto, era abogado y presidente del comité vecinal en nuestra colonia de Guadalajara. Mi madre, doña Patricia, organizaba las reuniones del club de lectura y tenía una obsesión enfermiza por las apariencias. Desde pequeña, me enseñaron que la familia Ramírez debía ser ejemplo de orden, éxito y decencia. «No hagas ruido, no te manches la ropa, no contestes, sonríe siempre», eran las reglas no escritas que gobernaban mi vida.

Pero yo sentía que me ahogaba. Cada vez que intentaba expresar una opinión diferente, mi madre me miraba como si hubiera dicho una blasfemia. —Mariana, aquí no se habla así—. Y mi padre sólo asentía en silencio, sin atreverse a contradecirla. Mi hermano menor, Emiliano, parecía adaptarse mejor; era el hijo modelo: buenas calificaciones, fútbol los sábados y nunca levantaba la voz.

La presión se volvió insoportable cuando cumplí diecisiete años. Mis amigas del prepa salían a fiestas, se pintaban el cabello de colores y hablaban de sus sueños sin miedo. Yo sólo podía mirar desde lejos, inventando excusas para no quedarme a dormir en sus casas porque sabía que mi madre jamás lo permitiría. Una tarde, después de una discusión especialmente dura sobre mi futuro universitario —ella quería que estudiara Derecho como papá; yo soñaba con ser fotógrafa—, salí corriendo de la casa. Caminé sin rumbo por las calles del barrio hasta llegar al parque donde jugaba de niña.

Me senté en una banca y lloré como nunca antes. Sentía que mi vida no era mía, que cada decisión estaba tomada antes de que yo pudiera siquiera imaginarla. Saqué mi cámara vieja y empecé a tomar fotos: los niños jugando, un perro callejero durmiendo bajo un árbol, una pareja discutiendo bajito. Por primera vez en mucho tiempo sentí algo parecido a la libertad.

Esa noche regresé tarde. Mi madre me esperaba en la sala, con los labios apretados y los ojos llenos de furia.

—¿Dónde estabas? ¿Sabes lo que puede pensar la gente si te ve vagando sola por ahí?—

—No me importa lo que piense la gente— respondí con voz temblorosa.

Fue la primera vez que le hablé así. El silencio se hizo pesado entre nosotras. Mi padre apareció detrás de ella, nervioso.

—Mariana, tu mamá sólo quiere lo mejor para ti— dijo él, pero su voz sonaba vacía.

—¿Y quién decide qué es lo mejor para mí?— pregunté, sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con salir otra vez.

Esa noche dormí poco. Escuché a mis padres discutir en voz baja sobre mí. «Está rebelde», decía mi madre. «Es una etapa», respondía él. Pero yo sabía que no era una etapa; era una necesidad urgente de ser yo misma.

Los días siguientes fueron un campo de batalla silencioso. Mi madre revisaba mis cosas buscando algo fuera de lugar; yo escondía mis fotos y mis diarios debajo del colchón. Emiliano me miraba con miedo y admiración al mismo tiempo. En la escuela, mis amigas notaron mi tristeza.

—¿Por qué no te escapas un rato con nosotras? Vamos al centro a tomar fotos— me propuso Valeria una tarde.

Acepté sin pensarlo mucho. Esa salida fue un respiro: caminamos por el mercado Libertad, capturé imágenes de vendedores gritando sus ofertas y ancianas contando monedas. Me sentí viva.

Pero cuando llegué a casa esa noche, mi madre ya me esperaba con mi diario abierto sobre la mesa.

—¿Así que quieres irte? ¿Así que odias esta familia?— gritó entre lágrimas.

Me quedé helada. No sabía qué decirle. No odiaba a mi familia; odiaba no poder ser yo misma con ellos.

—Sólo quiero que me escuchen…— susurré.

Ella rompió en llanto y salió corriendo al cuarto. Mi padre me miró con tristeza.

—A veces uno tiene que ceder para mantener la paz— dijo él.

Pero yo no quería ceder más. Esa noche tomé una decisión: hablaría con ellos abiertamente, aunque me doliera.

Al día siguiente los reuní en la sala.

—Sé que quieren lo mejor para mí, pero necesito encontrar mi propio camino. No quiero estudiar Derecho; quiero ser fotógrafa. No quiero vivir fingiendo ser alguien que no soy sólo para complacerlos o para que los vecinos hablen bien de nosotros.—

Mi madre lloró mucho ese día. Mi padre guardó silencio largo rato antes de decir:

—Te apoyaremos… aunque nos cueste entenderlo.—

No fue fácil después de eso. Hubo días en que apenas nos hablábamos; otros en los que mi madre intentaba acercarse preguntando por mis fotos o acompañándome a exposiciones locales. Poco a poco fuimos aprendiendo a convivir con nuestras diferencias.

Hoy tengo veinticinco años y trabajo como fotógrafa freelance en Ciudad de México. Mis padres aún viven en Guadalajara y aunque nuestras conversaciones siguen siendo difíciles a veces, hemos aprendido a respetarnos más. Emiliano estudia medicina y siempre me dice que fui valiente por romper el molde primero.

A veces me pregunto: ¿cuántos jóvenes viven atrapados entre lo que quieren ser y lo que sus familias esperan de ellos? ¿Vale la pena sacrificar tu felicidad por cumplir expectativas ajenas? ¿Ustedes qué piensan?