No Habrá Boda

—¡No, mamá! ¡No me pidas eso! —grité, con la voz quebrada, mientras apretaba la carta de aceptación a la Universidad Nacional de Córdoba entre mis manos sudorosas. El papel temblaba, igual que yo. Mi mamá, con los ojos rojos y la cara cansada, me miró desde la puerta de la habitación. Detrás de ella, el sonido del televisor encendido y el silbido del oxígeno de mi papá llenaban la casa de una tensión insoportable.

—Mariana, tu papá te necesita. Yo sola no puedo —me dijo, casi en un susurro, como si le doliera cada palabra.

Hasta hace dos meses, mi vida era otra. Había terminado el colegio con honores en nuestro pequeño pueblo de La Rioja, soñando con ser maestra y cambiarle la vida a los chicos del interior. Pero todo se derrumbó la tarde en que mi papá, Don Ernesto, salió en su moto a buscar trabajo y un camión lo arrolló en la ruta. Desde entonces, nada volvió a ser igual.

El hospital fue un infierno de olores a desinfectante y noches sin dormir. Cuando por fin lo trajimos a casa, ya no era el hombre fuerte que me enseñó a andar en bicicleta. Ahora dependía de una silla de ruedas y de nosotras para todo: para bañarse, para ir al baño, para comer. Mi mamá pidió licencia sin goce de sueldo en la escuela donde daba clases y yo… yo tenía que decidir entre mi futuro y mi familia.

La noticia de mi renuncia a la universidad corrió rápido por el pueblo. Las vecinas venían con empanadas y consejos no pedidos:

—Sos buena hija, Marianita. Dios te lo va a recompensar —decía Doña Rosa, apretándome la mano.

Pero yo no quería recompensas divinas. Quería mi vida. Quería Córdoba, los libros, las aulas llenas de sueños. Quería ser algo más que la hija abnegada.

Mi novio, Julián, fue el único que se atrevió a decirme lo que yo no podía decir en voz alta:

—¿Y nosotros? ¿Qué va a pasar con nuestro plan de casarnos cuando termines la carrera?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que ahora todo era incertidumbre? Que no podía prometerle nada porque ni siquiera sabía si podría salir de casa al día siguiente.

Las semanas pasaron y la rutina se volvió asfixiante. Me levantaba antes del amanecer para ayudar a mi papá con sus ejercicios de rehabilitación. Le preparaba el desayuno mientras mi mamá lloraba en silencio en el baño. A veces me escapaba al patio y gritaba al cielo, esperando que alguien me escuchara.

Una tarde, mientras leía un viejo libro de pedagogía prestado por la señora del almacén, escuché a mis padres discutir en voz baja:

—No es justo para Mariana —decía mi papá—. Ella tiene derecho a su vida.

—¿Y qué hacemos? ¿La dejamos ir y nos arreglamos como podamos? —respondía mi mamá, agotada.

Me sentí culpable por escuchar, pero más culpable por desear irme. ¿Era egoísta querer algo más?

El tiempo pasó y Julián empezó a alejarse. Ya no venía los domingos a tomar mate ni me mandaba mensajes dulces. Un día me llamó:

—Mariana… conocí a alguien en la facultad. No quiero lastimarte, pero no puedo seguir esperando.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Lloré hasta quedarme sin lágrimas. Mi mamá intentó consolarme:

—Ya vendrán tiempos mejores, hija.

Pero yo ya no creía en los tiempos mejores. Solo existía el presente: pañales para adultos, recetas médicas, cuentas impagas y el silencio pesado de una casa donde los sueños se guardan bajo llave.

Un día recibí una carta de mi mejor amiga, Lucía, que estudiaba en Mendoza:

“Mariana, sé que todo es difícil ahora, pero no te olvides de vos misma. No sos solo hija o cuidadora. Sos una persona con derecho a soñar.”

Sus palabras me hicieron pensar. Empecé a buscar cursos virtuales gratuitos por las noches, cuando todos dormían. Me inscribí en uno de literatura latinoamericana y otro de educación inclusiva. Sentía que al menos así mantenía viva una parte de mí.

A veces discutía con mi mamá:

—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que renuncia? —le pregunté una noche.

Ella me miró con tristeza:

—Porque sos fuerte, Mariana. Porque yo ya no puedo más.

La rabia me quemaba por dentro. Pero también entendía su cansancio. Éramos dos mujeres solas contra el mundo.

Un domingo cualquiera, mientras ayudaba a mi papá a peinarse para salir al patio, él me tomó la mano:

—Perdoname, hija —me dijo con lágrimas en los ojos—. Si pudiera cambiar las cosas…

Lo abracé fuerte. No había nada que perdonarle. La vida simplemente nos había dado un golpe bajo.

Los años pasaron y aprendí a encontrar pequeñas alegrías: una tarde fresca después del calor insoportable del verano riojano; una charla con Lucía por videollamada; un poema escrito en un cuaderno escondido bajo mi almohada.

Nunca fui a Córdoba ni me casé con Julián. Pero un día logré dar clases particulares a niños del barrio desde casa. Descubrí que podía enseñar sin salir del pueblo ni abandonar a mi familia.

A veces me pregunto qué habría pasado si hubiera elegido distinto. Si hubiera sido menos responsable o más egoísta. Pero también sé que cada sacrificio me hizo más fuerte y más humana.

¿Hasta cuándo las mujeres tenemos que cargar con todo? ¿Cuándo llegará el día en que podamos elegir sin sentir culpa? ¿Ustedes también han sentido ese peso alguna vez?