El último adiós de la familia Ramírez
—¿Cómo que no vas a ir al velorio, Ernesto? ¡Es nuestra madre! —grité, con la voz quebrada y el corazón hecho trizas, mientras sostenía el teléfono con manos temblorosas. El eco de mi propio llanto rebotaba en las paredes frías del hospital General de la Ciudad de México. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales como si el cielo también llorara a mamá.
Ernesto guardó silencio. Pude escuchar su respiración pesada, ese silencio que siempre usaba para evitar los problemas. —No puedo, Lucía. No puedo verla así… —susurró al fin, y colgó sin darme tiempo a responderle.
Me quedé sola en el pasillo, con el uniforme de enfermera aún puesto y el alma hecha pedazos. Mamá acababa de morir en la sala cuatro, después de semanas luchando contra una neumonía que se llevó lo poco que le quedaba de fuerzas. Yo había estado ahí, día y noche, cambiándole las sábanas, limpiándole el sudor frío de la frente, escuchando sus delirios sobre papá y sobre los días felices en Veracruz, cuando todavía éramos una familia.
Pero ahora, ni siquiera podíamos ponernos de acuerdo para enterrarla.
La jefa de piso, la señora Domínguez, se acercó con su andar firme y su voz autoritaria. —Lucía, la paciente de la sala cuatro… ¿ya avisaste a tus hermanos?—
—Sí, pero… —No pude terminar. Las lágrimas me ahogaron.
—Mira, hija, yo sé que es difícil. Pero hay que hacer los trámites. Aquí no se puede quedar —me dijo, bajando la voz y poniendo una mano en mi hombro.
Asentí y caminé hacia la sala donde mamá yacía cubierta por una sábana blanca. El olor a desinfectante me revolvía el estómago. Me senté junto a ella y le tomé la mano fría. —Perdónanos, mamá. No supimos cuidarte como merecías…
De pronto, escuché pasos apresurados. Era Irina, mi hermana menor, con los ojos hinchados y el cabello desordenado. —¿Ya le avisaste a Ernesto? —me preguntó sin saludar.
—Le llamé. Dice que no va a venir.
Irina apretó los labios y soltó un bufido. —¡No puede ser! Lloró como niño cuando mamá se puso grave y ahora no quiere ni venir a despedirse… ¡Qué poca madre!
—No lo juzgues —le dije—. Cada quien lleva el dolor como puede.
—¡No lo juzgo! ¡Me da coraje! —gritó Irina, golpeando la pared con el puño cerrado—. Siempre fue el consentido y ahora ni siquiera puede cumplir con esto…
El ambiente se llenó de tensión cuando llegó Omar, el mayor. Traía un traje arrugado y ojeras profundas. Apenas cruzó la puerta, Irina se le fue encima.
—¿Tú sí vas a ayudar o también te vas a lavar las manos como Ernesto?
Omar levantó las manos en señal de paz. —Vengo a hacer lo que se tenga que hacer. Pero no empieces con tus dramas, Irina.
—¿Dramas? ¡Nuestra madre está muerta y ustedes sólo piensan en pelear!
Me sentí invisible entre sus gritos. Recordé los domingos en casa de mamá: todos juntos en la mesa, discutiendo por tonterías pero riendo al final del día. ¿En qué momento nos rompimos tanto?
La funeraria llegó antes del mediodía. Un hombre serio nos entregó papeles para firmar. —¿Quién se hará responsable del pago?— preguntó sin mirarnos a los ojos.
Omar sacó su cartera y la puso sobre la mesa. —Yo me encargo— dijo seco.
Irina bufó otra vez. —Claro, como siempre: tú pagas y crees que eso te da derecho a decidir todo.
—¡Ya basta! —grité yo—. No es momento para esto…
El silencio cayó como un balde de agua fría.
Esa noche velamos a mamá en una pequeña sala funeraria del barrio. Vinieron algunos vecinos y tías lejanas que apenas recordaba. Ernesto nunca apareció. Cada vez que sonaba mi celular sentía un vuelco en el corazón, esperando que fuera él diciendo que venía en camino. Pero no.
Irina lloraba abrazada al féretro; Omar se mantenía apartado, mirando su celular; yo me senté junto a mamá y le recé en voz baja.
En medio del velorio, una tía se acercó con voz baja:
—Lucía… ¿ya sabes lo del testamento?
La miré confundida. —¿Qué testamento?
—Tu mamá dejó una carta… dijo que era para ustedes tres.
Mi corazón latió más fuerte. Busqué entre las cosas de mamá hasta encontrar un sobre amarillo con nuestros nombres escritos con su letra temblorosa.
Nos sentamos los tres juntos por primera vez en años. Abrí el sobre con manos sudorosas y leí en voz alta:
“Queridos hijos: Sé que no siempre fui la mejor madre ni supe unirlos como hubiera querido. Pero los amo más allá de mis errores. No quiero que mi muerte sea motivo de más peleas entre ustedes. Les dejo la casa en Veracruz para que decidan juntos qué hacer con ella. Ojalá puedan perdonarse y volver a ser familia.”
Las palabras nos golpearon como una bofetada.
Irina rompió a llorar; Omar bajó la cabeza; yo sentí un nudo en la garganta tan grande que apenas podía respirar.
El entierro fue sencillo pero digno. Ernesto nunca llegó. Después del sepelio, nos quedamos parados frente a la tumba sin saber qué decirnos.
Omar fue el primero en hablar:
—No sé si podamos arreglar todo lo que está roto entre nosotros… pero por mamá deberíamos intentarlo.
Irina asintió en silencio y me tomó de la mano.
Esa noche regresé sola al departamento. Me senté en la cama y miré el techo durante horas, pensando en todo lo que habíamos perdido por orgullo y miedo.
¿Vale la pena dejar que los rencores nos separen incluso después de perder a quien más amamos? ¿Cuántas familias latinoamericanas viven lo mismo cada día?