Lo que descubrí en el cuaderno de mi hija: una madre expulsada de su propio hogar

—¡Andate, mamá! ¡No quiero verte más!— El grito de Camila retumbó en las paredes descascaradas del pequeño departamento en Caballito. Yo, Marta, 67 años, con la valija en la mano y el corazón hecho trizas, apenas podía sostenerme de pie. El aire olía a humedad y a sopa fría. Mi hija, mi única hija, me miraba con los ojos llenos de furia y lágrimas.

No sé cómo llegamos a esto. Hace seis meses vendí el departamento de mi madre en Lanús para ayudar a Camila con su alquiler y sus estudios. Me mudé con ella porque no tenía a dónde ir. Mi pensión apenas alcanza para los remedios y la comida. Pensé que podríamos acompañarnos, pero la convivencia se volvió un infierno.

—¿Por qué me hacés esto? —le pregunté, la voz temblorosa—. ¿No ves que no tengo a dónde ir?

—¡Siempre lo mismo! ¡Todo es culpa mía! —me gritó, tirando la mochila sobre la mesa—. ¡No aguanto más tus reproches ni tus quejas!

La discusión había empezado por una pavada: el mate derramado sobre mis papeles. Pero en realidad era mucho más. Era el cansancio de los días, la falta de espacio, el resentimiento acumulado. Camila tenía 28 años y sentía que yo le robaba el aire. Yo sentía que ella me debía gratitud y respeto.

Salí al pasillo con la valija arrastrando las ruedas rotas. Me temblaban las manos. Bajé las escaleras sin mirar atrás, pero antes de cerrar la puerta vi sobre la mesa el cuaderno azul donde Camila escribía desde chica. No sé qué me impulsó a tomarlo. Quizás la desesperación, quizás el miedo de perderla para siempre.

Me senté en la plaza frente al edificio, bajo un jacarandá florecido, y abrí el cuaderno. Las primeras páginas estaban llenas de dibujos y frases sueltas: «Hoy mamá cocinó guiso como la abuela», «Extraño a papá». Seguí leyendo y sentí un nudo en la garganta.

«A veces siento que mamá me asfixia. No puedo respirar en mi propia casa. Pero también sé que está sola y tiene miedo. Yo también tengo miedo: de no poder mantenernos, de fracasar, de que se enferme y no pueda ayudarla…»

Las palabras bailaban ante mis ojos empañados por las lágrimas. Había páginas enteras donde Camila describía su angustia, su sensación de fracaso por no poder darme una vida mejor, su rabia por sentirse responsable de mí cuando solo quería ser joven y libre.

«Odio cuando discutimos. Después me encierro en el baño y lloro. No quiero echarla, pero siento que si no lo hago voy a explotar. ¿Por qué no puedo ser una buena hija? ¿Por qué no puedo ser feliz?»

Me quedé ahí sentada hasta que cayó la noche y las luces de los colectivos encendieron la avenida Rivadavia. Pensé en mi propia madre, en cómo yo también había sentido culpa y rabia cuando ella envejeció y dependía de mí para todo. Pensé en mi padre ausente, en los años trabajando como costurera para darle a Camila lo poco que tenía.

El frío me obligó a moverme. Caminé hasta la estación de tren y me senté en un banco, abrazando el cuaderno como si fuera un tesoro o un salvavidas. No tenía a dónde ir: mi hermana vive lejos y hace años que no hablamos; mis amigas están tan solas como yo o peor.

Esa noche dormí en un banco de la estación, tapada con mi abrigo viejo. Sentí miedo, vergüenza y una tristeza tan honda que pensé que no iba a sobrevivirla. Pero también sentí algo nuevo: entendí que Camila no era cruel ni desagradecida; estaba tan perdida como yo.

Al día siguiente volví al edificio solo para dejarle el cuaderno en la puerta con una nota: «Leí tus palabras. Perdón por no entenderte antes. Te quiero siempre».

Pasaron días sin noticias. Busqué refugio en un comedor comunitario donde otras mujeres mayores compartían historias parecidas: hijos que se iban al exterior, nietos desconocidos, familias rotas por la pobreza o el resentimiento. Escucharlas me hizo sentir menos sola.

Una tarde recibí un mensaje: «Mamá, ¿podés venir a casa a tomar un té? Quiero hablar».

Volví temblando al departamento. Camila me abrió la puerta con los ojos rojos e hinchados.

—Perdón, mamá —susurró—. No sabía cómo pedirte ayuda sin sentirme culpable.

Nos abrazamos largo rato sin decir nada más. Esa tarde hablamos como nunca antes: del miedo a la soledad, del peso de las expectativas, del amor que duele pero también salva.

Hoy sigo viviendo sola en una pensión barata, pero veo a Camila cada semana. Aprendimos a darnos espacio y a pedir ayuda sin vergüenza. No todo está resuelto; hay días malos y silencios incómodos. Pero ya no nos gritamos ni nos lastimamos como antes.

A veces me pregunto: ¿cuántas madres e hijas viven atrapadas entre el amor y el resentimiento? ¿Cuántas se animan a leer lo que el otro calla? ¿Y vos? ¿Te animarías a abrir ese cuaderno prohibido?