Segunda Oportunidad
—¡Dios mío, esta lluvia no para! —pensé, mirando las gotas que golpeaban el vidrio de la oficina como si quisieran romperlo. El reloj marcaba las 7:43 p.m. y el edificio estaba casi vacío.
—¿Evelyn, te vas ya? —Monika, mi compañera de trabajo, golpeó la mesa con sus uñas recién pintadas.
—En un rato. Mi esposo viene por mí —mentí sin pestañear. Sabía que no vendría. Hace semanas que no lo hace.
—Como quieras. Hasta mañana —dijo, saliendo con ese andar seguro que siempre me ha causado envidia.
El silencio se apoderó del lugar. Solo quedábamos el ingeniero Ramírez y yo. Él revisaba unos papeles, ajeno a mi angustia. Sentí un nudo en el estómago. No era solo la lluvia ni la soledad del edificio; era esa sensación de estar atrapada en una vida que ya no era mía.
Mi celular vibró. Un mensaje de mi mamá: “¿Ya saliste del trabajo? Tu papá está peor hoy. Llámame cuando puedas”. Cerré los ojos y respiré hondo. Mi papá llevaba meses enfermo, y yo, entre el trabajo y los problemas con Daniel, apenas podía visitarlo.
Me levanté y caminé hacia la ventana. Afuera, las luces de la Ciudad de México parpadeaban entre la neblina y el agua. Recordé cuando Daniel y yo llegamos aquí desde Puebla, llenos de sueños. Ahora, ni siquiera podía recordar la última vez que hablamos sin discutir.
—¿Todo bien, Evelyn? —preguntó el ingeniero Ramírez, mirándome por encima de sus lentes.
—Sí, solo esperando a que pase la lluvia —respondí, forzando una sonrisa.
Él asintió y volvió a sus papeles. Yo sabía que debía irme, pero no quería llegar a casa y enfrentar el vacío. Daniel seguramente no estaría; últimamente llegaba tarde o no llegaba en absoluto.
Decidí salir. Caminé bajo la lluvia hasta la parada del Metrobús, sintiendo cómo el agua se colaba por mis zapatos baratos. En el trayecto, repasé mentalmente las cuentas pendientes, los medicamentos de mi papá, el alquiler atrasado y esa llamada que debía hacerle a mi hermana menor, Lucía, para saber si había comido algo hoy.
Al llegar al departamento, todo estaba oscuro. Encendí la luz y vi sobre la mesa una nota escrita con la letra apurada de Daniel: “No me esperes despierta”. Nada más. Ni un “te amo”, ni siquiera un “cuídate”.
Me desplomé en el sillón y lloré en silencio. ¿En qué momento se había roto todo? Recordé cuando Daniel me llevaba flores al trabajo y cocinábamos juntos los domingos. Ahora solo éramos dos extraños compartiendo un techo.
El teléfono sonó. Era Lucía.
—¿Hermana? ¿Estás bien? —su voz sonaba preocupada.
—Sí, solo cansada —mentí otra vez.
—Mamá está muy mal hoy. Dice que papá no quiere comer y que no deja de preguntar por ti.
Sentí una punzada de culpa.
—Mañana voy temprano —prometí.
Colgué y me quedé mirando el techo. Pensé en todo lo que había sacrificado por este trabajo: mi tiempo, mi salud, mi matrimonio… ¿Valía la pena?
A la mañana siguiente, fui al hospital público donde atendían a mi papá. El olor a desinfectante y las caras cansadas de las enfermeras me recordaron lo frágil que es la vida.
—Hija… —susurró mi papá al verme— ¿Por qué tardaste tanto?
No supe qué responderle. Me senté a su lado y le tomé la mano.
—Perdóname, papá. Estoy haciendo lo mejor que puedo —le dije con lágrimas en los ojos.
Él sonrió débilmente.
—Solo quiero verte feliz, hija. No te olvides de ti misma.
Sus palabras me persiguieron todo el día. En el trabajo, Ramírez me llamó a su oficina.
—Evelyn, sé que estás pasando por momentos difíciles —dijo con voz seria— pero necesitamos resultados. Si no entregas el informe esta semana, tendré que hablar con Recursos Humanos.
Sentí rabia e impotencia. ¿Nadie veía todo lo que hacía? ¿Nadie entendía lo difícil que era cargar con todo?
Esa noche, Daniel llegó tarde otra vez. Lo esperé despierta.
—¿Podemos hablar? —le pregunté apenas entró.
Él suspiró y dejó las llaves sobre la mesa.
—No tengo ganas de pelear, Evelyn.
—No quiero pelear —dije— Solo quiero saber si todavía te importo… si todavía somos una familia.
Daniel me miró con cansancio.
—No lo sé —admitió— Todo se siente tan pesado últimamente…
Nos quedamos en silencio. Por primera vez en meses, sentí que estábamos siendo honestos.
—¿Quieres intentarlo otra vez? —pregunté con voz temblorosa.
Él dudó unos segundos antes de asentir lentamente.
Los días siguientes fueron una mezcla de esperanza y miedo. Daniel empezó a llegar más temprano; incluso cocinamos juntos una noche. Pero el trabajo seguía presionando y mi papá empeoraba cada día más.
Una tarde, mientras revisaba unos documentos en la oficina, recibí una llamada urgente de Lucía: “Papá está muy mal, ven rápido”. Salí corriendo bajo la lluvia sin pedir permiso ni mirar atrás.
Llegué al hospital empapada. Mi mamá lloraba en un rincón; Lucía abrazaba a mi papá, que apenas respiraba.
Me acerqué y le susurré al oído:
—Estoy aquí, papá…
Él abrió los ojos y sonrió débilmente antes de cerrar los ojos para siempre.
El dolor fue insoportable. Sentí que el mundo se detenía mientras sostenía su mano fría entre las mías.
Después del funeral, todo cambió. Daniel y yo hablamos mucho; lloramos juntos por primera vez en años. Decidimos buscar ayuda profesional para salvar nuestro matrimonio. En el trabajo, pedí una reducción de jornada para cuidar a mi mamá y estar más presente para Lucía.
No fue fácil. Hubo días en los que quise rendirme; noches en las que lloré hasta quedarme dormida. Pero poco a poco aprendí a pedir ayuda y a dejar de cargar sola con todo.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de que a veces la vida nos obliga a tocar fondo para darnos una segunda oportunidad. No sé si Daniel y yo volveremos a ser los mismos de antes, pero al menos ahora luchamos juntos.
¿Quién no ha sentido alguna vez que todo se derrumba? ¿Cuántas veces nos atrevemos a pedir ayuda antes de rendirnos? Me gustaría saber si ustedes también han encontrado fuerza en medio del dolor.