El teléfono que cambió mi vida: una llamada desde el hospital

—¿Aló? —contesté, con la voz aún ronca por el sueño, mientras el sol apenas asomaba entre las cortinas de mi pequeño apartamento en Barranquilla.

—Buenos días, ¿la señora Mariana Domínguez? Habla la central de emergencias. Su número fue dado como contacto en caso de accidente. Se trata de Andrés Domínguez.

Sentí que el corazón se me detenía. El nombre retumbó en mi cabeza como un trueno en plena tormenta caribeña. Andrés Domínguez. Mi padre. El hombre que no veía desde hacía más de quince años, desde aquella noche en que la policía lo sacó esposado de nuestra casa, mientras mi madre lloraba y yo, con apenas diez años, me aferraba a la falda de mi abuela.

—¿Puede venir al hospital? —insistió la voz al otro lado del teléfono.

No respondí enseguida. Mi mente se llenó de imágenes: la última vez que lo vi, su mirada perdida, la promesa rota de que volvería pronto. ¿Por qué ahora? ¿Por qué yo?

—Sí… sí, voy para allá —respondí finalmente, sintiendo cómo las palabras me arañaban la garganta.

Colgué y me quedé sentada en la cama, temblando. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas de arepas y jugos, ajenos al huracán que se desataba dentro de mí. Me vestí casi en automático y salí a la calle, esquivando motos y buses atestados, mientras mi mente repasaba una y otra vez la misma pregunta: ¿por qué me puso como contacto?

El hospital olía a desinfectante y miedo. En la sala de espera, una enfermera me miró con compasión cuando le di mi nombre.

—¿Es usted familiar de don Andrés? —preguntó.

—Soy su hija —dije, sintiendo un nudo en el estómago.

Me condujo por un pasillo interminable hasta una habitación pequeña. Allí estaba él: más viejo, más delgado, pero inconfundible. Dormía, conectado a una máquina que pitaba suavemente. Me acerqué despacio, como si temiera que al despertar todo fuera un sueño o una pesadilla.

—Mariana… —susurró, abriendo los ojos apenas.

No supe qué decirle. Tantas veces imaginé este momento y ahora las palabras se me atragantaban.

—¿Por qué me llamaste? —pregunté finalmente, con la voz quebrada.

Él sonrió débilmente.

—Eres lo único que me queda —dijo—. Lo siento tanto…

La rabia me subió como un fuego por dentro. ¿Ahora lo sentía? ¿Después de tantos años? Recordé las noches en que mi madre lloraba en silencio, los días en que no teníamos para comer porque él había apostado el dinero del mercado. Recordé cómo la familia se rompió en mil pedazos y cómo todos nos miraban con lástima o desprecio.

—¿Y crees que con un lo siento basta? —le espeté.

Él cerró los ojos, como si el peso de mis palabras fuera demasiado para su cuerpo frágil.

—No espero tu perdón —susurró—. Solo quería verte una vez más… saber si estás bien.

Me quedé allí parada, luchando contra las lágrimas. Quería gritarle todo lo que me había hecho falta: su abrazo en mis cumpleaños, su apoyo cuando terminé la secundaria trabajando de mesera para ayudar a mamá, su presencia cuando me gradué de contadora pública después de años de sacrificio.

Pero también recordé los pocos momentos felices: las tardes jugando fútbol en el parque Simón Bolívar, las historias que inventaba para hacerme reír cuando no había luz por los apagones del barrio.

La puerta se abrió y entró una doctora joven.

—Señorita Mariana, necesitamos hablar sobre el estado de su padre —dijo con voz profesional pero amable—. Tiene insuficiencia renal avanzada. Necesita diálisis urgente y alguien debe autorizar el procedimiento.

Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo decidir sobre la vida de alguien que me había abandonado? ¿Era justo cargar con esa responsabilidad?

Salí al pasillo buscando aire. Llamé a mi madre, aunque sabía que sería difícil para ella escuchar mi voz temblorosa.

—Mamá… es papá. Está muy grave —dije apenas pude hablar.

Hubo un silencio largo al otro lado.

—Haz lo que creas correcto, hija —respondió finalmente—. Yo ya no tengo nada que decirle.

Colgué y me apoyé contra la pared fría del hospital. Vi pasar a otras familias: una madre abrazando a su hijo herido, un hombre mayor rezando por su esposa. Todos luchando sus propias batallas invisibles.

Volví a la habitación y miré a mi padre. Ya no era el hombre fuerte y orgulloso que recordaba; era solo un anciano asustado y solo.

—Voy a autorizar la diálisis —le dije finalmente—. Pero no lo hago por ti. Lo hago porque no quiero cargar con tu muerte en mi conciencia.

Él asintió, con lágrimas en los ojos.

Los días siguientes fueron una mezcla de rutinas hospitalarias y recuerdos dolorosos. A veces hablábamos poco; otras veces él intentaba contarme historias del pasado, como si quisiera reconstruir algo roto hace mucho tiempo.

Una tarde llegó mi tía Lucía, la hermana menor de mi padre. Me abrazó fuerte y lloró conmigo.

—Él siempre te quiso, Mariana —me dijo—. Pero nunca supo cómo demostrarlo después de todo lo que pasó con el juego y las deudas…

Me quedé pensando en cuántas familias en nuestro país viven historias parecidas: padres ausentes por vicios o necesidad, madres luchando solas para sacar adelante a sus hijos, hijos creciendo con heridas invisibles que tardan años en sanar.

El día que dieron de alta a mi padre, lo llevé a mi casa porque no tenía a dónde ir. No fue fácil; hubo silencios incómodos y discusiones por cosas pequeñas. Pero poco a poco aprendimos a convivir con nuestras cicatrices.

Una noche, mientras cenábamos arroz con pollo y plátano maduro, él me miró con ojos cansados pero sinceros.

—Gracias por no darme la espalda —me dijo—. No merezco tu bondad.

No respondí enseguida. Miré sus manos temblorosas y pensé en todo lo perdido… pero también en lo poco que aún podíamos recuperar.

Ahora me pregunto: ¿es posible perdonar del todo? ¿O solo aprendemos a vivir con el dolor y seguir adelante? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?