Segundas oportunidades: El eco de una mentira

—¿Te vas ya, Mariana? —La voz de Camila, mi compañera de trabajo, me sacudió como un balde de agua fría. Sus uñas repiquetearon impacientes sobre el escritorio, llenando el silencio de la oficina vacía.

—No, todavía me quedo un rato. Mi esposo viene a buscarme —mentí sin pestañear, sintiendo cómo la culpa me quemaba la garganta.

Camila me miró con una mezcla de resignación y curiosidad. —Bueno, como quieras. Hasta mañana —dijo, y salió contoneándose, dejando tras de sí el eco de sus tacones y el aroma dulce de su perfume barato.

Uno a uno, los empleados se fueron marchando. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales del edificio en el centro de Ciudad de México. El reloj marcaba las siete y media. Mi celular no sonaba. Nadie venía por mí. Nadie me esperaba en casa tampoco.

Me quedé sola, rodeada de papeles y pantallas apagadas. Cerré los ojos y respiré hondo, tratando de ahogar el nudo en mi pecho. ¿En qué momento mi vida se volvió una mentira tan grande?

Mi matrimonio con Andrés era un cascarón vacío desde hacía meses. Él llegaba tarde, olía a perfume ajeno y evitaba mirarme a los ojos. Yo fingía no darme cuenta, aferrada a la rutina y al miedo al escándalo. En mi familia, divorciarse era casi un pecado. «Las mujeres aguantan por sus hijos», decía mi mamá cada vez que discutíamos sobre la tía Lucía y su separación.

Pero yo no tenía hijos. Solo tenía silencio.

Esa noche, salí de la oficina bajo la lluvia, sin paraguas ni rumbo fijo. Caminé hasta la parada del Metrobús, sintiendo cómo el agua fría me calaba hasta los huesos. Me senté junto a una señora mayor que tejía en silencio y un joven con audífonos que no levantó la vista ni una vez.

En casa, el departamento olía a humedad y soledad. Andrés no estaba. Había dejado un mensaje en el grupo familiar: «Llegaré tarde, tengo junta». Ni siquiera un mensaje directo para mí.

Me serví un café recalentado y me senté frente al televisor apagado. Pensé en llamar a mi hermana Paulina, pero sabía que solo me preguntaría cuándo tendría hijos o si ya había convencido a Andrés de ir a terapia.

Al día siguiente, llegué temprano a la oficina. Camila me saludó con una sonrisa cómplice:

—¿Y? ¿Te fue bien anoche? —preguntó, guiñando un ojo.

—Sí, todo bien —mentí otra vez.

La mentira se volvió costumbre. Cada tarde inventaba una excusa distinta: que Andrés me esperaba en el coche, que íbamos al cine, que cenaríamos juntos en algún restaurante bonito de la Roma. Nadie sospechaba nada. Nadie preguntaba demasiado.

Hasta que un viernes cualquiera, Camila me invitó a tomar algo después del trabajo.

—Vamos, Mariana. Hace siglos que no salimos las dos. Dile a tu esposo que hoy te toca noche de chicas —insistió.

No supe qué responder. Sentí el sudor frío bajando por mi espalda.

—Es que… Andrés está enfermo —improvisé—. Tiene fiebre y necesita que lo cuide.

Camila frunció el ceño.

—¿Seguro? Porque ayer lo vi en el centro comercial con una chava güera…

El mundo se detuvo por un segundo.

—¿Estás segura que era él? —pregunté, tratando de sonar casual.

—Sí, traía tuéter azul y esa barba descuidada que siempre lleva. Se veían muy cariñosos…

Sentí que me faltaba el aire. Camila me miró con lástima y bajó la voz:

—Mariana… ¿todo está bien entre ustedes?

No pude mentir más. Las lágrimas me traicionaron antes de poder decir nada.

Esa noche, Camila me acompañó a casa. Me preparó un té y escuchó en silencio mientras le contaba todo: las ausencias de Andrés, las peleas sordas, las noches interminables esperando un mensaje que nunca llegaba.

—¿Por qué no lo dejas? —preguntó ella finalmente.

—Porque tengo miedo —admití—. Miedo a estar sola, miedo al qué dirán… Miedo a empezar de nuevo a los treinta y cinco años.

Camila apretó mi mano con fuerza:

—A veces hay que perderlo todo para encontrarse a una misma.

Las palabras resonaron en mi cabeza durante días. Empecé a ver mi vida como si fuera una película ajena: yo fingiendo felicidad ante todos, Andrés viviendo su propia historia lejos de mí.

Un domingo por la tarde, mientras lavaba los platos del desayuno que había tomado sola, Andrés llegó a casa oliendo a alcohol y perfume barato.

—¿Dónde estabas? —pregunté sin levantar la voz.

Él ni siquiera se molestó en mentir:

—Con alguien que sí me entiende —respondió con frialdad.

Sentí cómo algo dentro de mí se rompía para siempre.

Esa noche dormí en el sofá. Al día siguiente, llamé a mi mamá:

—Mamá… voy a separarme de Andrés —dije temblando.

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.

—¿Estás segura? —preguntó finalmente—. ¿No prefieres intentarlo otra vez?

—Ya lo intenté muchas veces —respondí—. Pero ya no quiero seguir mintiendo ni viviendo así.

Mi mamá suspiró resignada:

—Bueno… aquí tienes tu casa si necesitas regresar.

Colgué sintiendo una mezcla extraña de alivio y tristeza. Por primera vez en años sentí que tenía el control sobre mi vida.

El proceso fue doloroso: abogados, papeles, miradas acusadoras de algunos familiares y amigos que no entendían por qué «no luché más» por mi matrimonio. Pero también hubo sorpresas: mi hermana Paulina me abrazó llorando y me confesó que ella también había pensado en separarse varias veces; mi papá me llevó a desayunar y me dijo en voz baja: «Prefiero verte sola y feliz que acompañada y triste».

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Cambié de trabajo, pinté las paredes del departamento y adopté un perro callejero al que llamé Chucho. Aprendí a disfrutar los domingos sola en el parque, los cafés con amigas y las noches tranquilas leyendo novelas mexicanas bajo la luz cálida del foco amarillo.

A veces todavía duele recordar lo que perdí o lo que nunca tuve realmente. Pero cada día me siento más ligera, más auténtica… más yo misma.

Hoy sé que las segundas oportunidades no siempre llegan como uno espera: a veces son el resultado de una mentira descubierta o de una verdad dolorosa aceptada al fin.

¿Y ustedes? ¿Han tenido el valor de dejar atrás una vida que ya no les pertenecía? ¿Cuántas veces más estamos dispuestos a mentirnos para no enfrentar lo inevitable?