La nota bajo la lluvia: una noche que cambió mi destino
—¡Apurate, Karyna!—me grité a mí misma mientras el viento helado de Buenos Aires me cortaba la cara como cuchillas invisibles. La lluvia caía con furia, empapando mi buzo gastado y colándose hasta los huesos. Mis zapatillas hacían ese ruido sordo y triste de agua atrapada, y cada paso era una batalla contra el frío y el cansancio. No podía dejar de pensar en mamá, allá en casa, esperando con la estufa apagada porque el gas lo cortaron hace dos semanas.
Caminaba rápido, esquivando charcos y autos que salpicaban sin piedad. El supermercado chino de la esquina era mi destino; tenía que comprar pan y un poco de yerba con las monedas que logré juntar limpiando vidrios en el semáforo. Pero esa noche, algo cambió. Justo antes de llegar, vi a un hombre sentado bajo el toldo de una shawarma, temblando, con una manta raída y una mirada perdida en el vacío.
Me detuve. No sé por qué. Tal vez porque vi en sus ojos el mismo miedo que sentía yo cada noche: ese miedo a desaparecer, a volverse invisible para todos. Saqué del bolsillo mi único billete de cien pesos y lo miré. Él levantó la cabeza y sonrió con una dulzura que me desarmó.
—¿Tenés frío?—le pregunté, aunque era obvio.
—El frío es lo de menos, m’hija. Lo peor es el silencio—me respondió con voz ronca.
Entré al local y pedí dos shawarmas y dos cafés. Cuando salí, él seguía ahí, encogido como un niño asustado. Le di la comida y nos sentamos juntos en el umbral. Comimos en silencio unos minutos, hasta que él sacó una hoja arrugada del bolsillo.
—Esto es para vos—me dijo, mirándome fijo—. No lo leas ahora. Esperá a estar sola.
No entendí nada, pero guardé la nota. Nos quedamos hablando un rato más. Me contó que se llamaba Ernesto, que había sido albañil y que perdió todo cuando su mujer murió de cáncer. Yo le conté de mamá, de mi hermano Lautaro que dejó la escuela para trabajar en la feria, de papá que se fue cuando yo tenía ocho años.
—No te rindas nunca, Karyna—me dijo antes de irme—. A veces la vida te da señales donde menos lo esperás.
Caminé a casa con el corazón apretado y la nota quemándome en el bolsillo. Cuando llegué, mamá dormía en el sillón con una frazada vieja y Lautaro miraba la tele sin volumen. Me encerré en mi cuarto y abrí la hoja.
«No sos invisible. Sos fuerte. Buscá a tu tía Marta en Avellaneda. Ella tiene algo para vos. No confíes en tu tío Rubén.»
Me quedé helada. ¿Cómo sabía Ernesto sobre mi familia? ¿Quién era él realmente? Mi tía Marta había desaparecido hacía años después de una pelea familiar por una herencia que nunca entendí bien. Mi tío Rubén siempre fue raro conmigo; nunca me miraba a los ojos y evitaba hablar del pasado.
Esa noche no dormí. Al día siguiente, después de dejar a Lautaro en la feria, tomé el tren a Avellaneda con lo poco que tenía en el bolsillo y la nota arrugada en la mano sudada. Caminé por calles desconocidas hasta dar con una casa humilde pintada de azul celeste. Toqué el timbre con miedo.
Abrió una mujer mayor, con el pelo canoso y los ojos llenos de lágrimas apenas me vio.
—¿Karyna? ¿Sos vos?—me abrazó fuerte, como si quisiera pegar los pedazos rotos de mi vida.
Me invitó a pasar y me sirvió mate con pan casero. Me contó su versión: papá había recibido una herencia de un terreno en Córdoba, pero Rubén lo convenció de venderlo por monedas y quedarse con todo. Marta se peleó con todos por defendernos a mí y a mamá, pero papá nunca le creyó.
—Tu papá era bueno pero débil—dijo Marta—. Rubén siempre fue ambicioso.
Me mostró papeles viejos: escrituras, cartas, fotos familiares donde yo era apenas un bebé en brazos de papá. Sentí rabia, tristeza y una esperanza nueva mezclándose adentro mío.
—Tenés derecho a reclamar lo tuyo—me dijo Marta—. No te dejes pisotear más.
Volví a casa esa noche con la cabeza explotando de preguntas y miedo. ¿Cómo iba a enfrentar a Rubén? ¿Y si tenía razón Ernesto? ¿Y si todo era un error?
Pasaron días sin animarme a hablarlo con mamá, hasta que una tarde Rubén vino a casa con su sonrisa falsa y su perfume barato.
—¿Cómo andan mis sobrinos favoritos?—dijo entrando sin pedir permiso.
Mamá se puso tensa; Lautaro bajó la mirada. Yo sentí un fuego nuevo adentro.
—¿Por qué vendiste el terreno de papá?—le solté de golpe.
Rubén se puso pálido.
—¿Quién te llenó la cabeza de pavadas?—me gritó.
Mamá empezó a llorar; Lautaro se fue al cuarto dando un portazo.
—¡Andate! ¡No te quiero ver más acá!—le grité con toda la bronca acumulada de años.
Rubén me miró con odio y se fue sin decir palabra. Mamá me abrazó llorando; esa noche hablamos por primera vez en años sobre papá, sobre la herencia perdida, sobre los sueños rotos por la pobreza y las traiciones familiares.
Con ayuda de Marta, empezamos un juicio para recuperar lo nuestro. No fue fácil: abogados caros, amenazas anónimas, noches sin dormir pensando si valía la pena tanto dolor. Pero algo cambió en mí: ya no era la chica invisible que caminaba bajo la lluvia esquivando charcos y autos indiferentes.
Un año después ganamos el juicio. No nos hicimos ricas ni mucho menos; apenas alcanzó para arreglar la casa y poner un pequeño kiosco que hoy atiendo con mamá mientras Lautaro volvió a estudiar por las noches.
A veces paso por esa shawarma buscando a Ernesto pero nunca más lo vi. Sigo llevando su nota en mi billetera como amuleto; cada vez que dudo o siento miedo, la leo otra vez.
Me pregunto si todos tenemos un Ernesto en nuestras vidas: alguien que aparece cuando más lo necesitamos para darnos valor o mostrarnos un camino nuevo. ¿Cuántas historias como la mía quedan enterradas bajo el silencio y el miedo? ¿Y si hoy te animaras a buscar tu propia verdad?