¿Me esperarás?
—¿Me esperarás? —pregunté con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba los ventanales del apartamento.
No hubo respuesta. Solo el eco de mi propia pregunta rebotando en las paredes vacías. Me quedé mirando mi reflejo en el espejo del baño, buscando en mis ojos alguna señal de la mujer que fui. El cabello, antes negro y brillante, ahora tenía hilos plateados que se empeñaban en recordarme el paso del tiempo. Las ojeras, profundas y oscuras, eran testigos de noches sin dormir, preocupaciones acumuladas y sueños postergados.
Me llamo Lucía. Nací en un barrio popular de Medellín, donde la vida nunca fue fácil pero siempre estuvo llena de risas y bullicio. Mi mamá, Rosa, era costurera; mi papá, don Ernesto, trabajaba en una fábrica de textiles. Éramos cinco hermanos y yo era la mayor. Desde pequeña aprendí que el sacrificio era parte del amor: cuidar a mis hermanos, ayudar en la casa, renunciar a fiestas para acompañar a mi mamá en sus desvelos frente a la máquina de coser.
A los diecisiete años conocí a Julián. Alto, moreno, con una sonrisa capaz de iluminar la cuadra entera. Me enamoré como solo se enamoran las muchachas ingenuas: sin reservas, sin miedo. Pero Julián tenía sueños grandes y poco tiempo para el amor. Se fue a buscar fortuna a Estados Unidos y me prometió que volvería por mí. «¿Me esperarás?», me preguntó antes de irse. Yo, con el corazón en la mano, le juré que sí.
El tiempo pasó. Las cartas se hicieron menos frecuentes. Mi mamá enfermó y tuve que dejar la universidad para trabajar en una panadería. Mis hermanos crecieron y se fueron marchando uno a uno. Papá murió de un infarto cuando yo tenía treinta y cinco años. Julián nunca volvió.
A veces me preguntaba si había hecho bien en quedarme. Si debí haberme ido con él, aunque fuera a enfrentar lo desconocido. Pero siempre había algo que me ataba: mi familia, mi barrio, las promesas no cumplidas.
Los años siguieron su curso. Me convertí en la tía Lucía, la que siempre estaba para todos pero nunca para sí misma. Fiestas infantiles, bautizos, emergencias médicas… Yo era la primera llamada en cualquier crisis. Nadie preguntaba cómo estaba yo; todos asumían que Lucía podía con todo.
Un día, mi hermana menor, Mariana, llegó llorando a mi puerta con su hijo recién nacido en brazos. Su esposo la había dejado por otra mujer. «No sé qué hacer», sollozaba. La abracé fuerte y le dije que todo estaría bien, aunque por dentro sentía que el peso del mundo caía sobre mis hombros una vez más.
Así pasaron los años: entre pañales ajenos, cuentas por pagar y sueños ajenos realizados. A veces, cuando el silencio llenaba la casa después de un día largo, me sentaba frente al televisor apagado y me preguntaba si alguien pensaba en mí. Si alguna vez alguien se preguntó si yo era feliz.
Hace unos meses cumplí cincuenta años. Mis sobrinos organizaron una fiesta sorpresa: globos, pastel, música de los ochenta. Todos bailaban y reían mientras yo fingía alegría. Al final de la noche, cuando todos se fueron y quedé sola recogiendo los platos sucios, sentí una tristeza tan profunda que tuve que sentarme para no caerme.
Esa noche soñé con Julián. Lo vi parado frente a mí, igual de joven que cuando se fue. Me miraba con ternura y me preguntaba: «¿Me esperarás?» Desperté llorando, con el corazón apretado por la nostalgia.
Hoy miro mi reflejo y veo las huellas de una vida entregada a los demás. Veo las arrugas alrededor de mis ojos, los labios resecos por tantas palabras no dichas. Me pregunto si todavía tengo derecho a soñar con algo más que el deber y el sacrificio.
Mi sobrina Camila dice que debo pensar en mí misma por primera vez. «Tía Lucía, ¿por qué no te vas de viaje? ¿Por qué no buscas un nuevo amor?» Le sonrío con ternura y le digo que ya estoy vieja para esas cosas. Pero por dentro siento una chispa de rebeldía encenderse.
Hace dos semanas conocí a Pedro en la panadería donde trabajo desde hace veinte años. Es viudo, tiene dos hijos grandes y una risa contagiosa. Empezó a pasar todos los días por un café y un pan de bono. Un día me invitó a caminar por el parque después del trabajo.
—¿Y tú? —me preguntó mientras caminábamos bajo los árboles— ¿Alguna vez pensaste en irte lejos?
—Muchas veces —le confesé— pero siempre había alguien que me necesitaba aquí.
—¿Y ahora?
No supe qué responderle. Sentí miedo de admitir que ya no tenía excusas para no pensar en mí misma.
Esta noche vuelvo a mirarme al espejo y repito la pregunta: «¿Me esperarás?» Pero esta vez no pienso en Julián ni en nadie más. Me lo pregunto a mí misma: ¿Seré capaz de esperar por mí? ¿De darme una oportunidad?
La lluvia sigue cayendo afuera y siento que algo dentro de mí empieza a florecer después de tantos años de invierno.
¿Y ustedes? ¿Cuántas veces han dejado sus sueños para después? ¿Cuándo fue la última vez que pensaron en ustedes mismos antes que en los demás?