Entre el Silencio y el Grito: La Historia de Mariana

—¿Por qué no puedes ser como tu hermana, Mariana?—me gritó mi madre mientras yo apretaba los puños bajo la mesa. El arroz con pollo se enfriaba en mi plato, pero el calor de la vergüenza me quemaba por dentro. Mi hermana Lucía, con su esposo ingeniero y sus dos hijos perfectos, sonreía desde la cabecera. Yo, a mis treinta y cuatro años, seguía soltera, trabajando como maestra en una escuela pública de Medellín, y según mi familia, desperdiciando mi vida.

No era que no quisiera casarme. Simplemente no encontraba a alguien que me hiciera sentir segura. Pero en mi casa, eso no importaba. «El tiempo se te va a pasar, Mariana», repetía mi tía Rosa cada domingo. «¿Y si te quedas sola? ¿Quién te va a cuidar cuando seas vieja?». Las palabras se me clavaban como espinas.

Fue entonces cuando apareció Juan Pablo. Lo conocí en una reunión de amigos. Era contador, hijo de una familia respetable de Envigado. No era el hombre de mis sueños, pero era amable y, sobre todo, parecía dispuesto a formar una familia. Mi madre lo adoró desde el primer día. «Ese sí es un hombre serio», decía mientras le servía café.

En menos de seis meses, ya estábamos comprometidos. La boda fue sencilla pero bonita; todos decían que por fin había hecho lo correcto. Pero nadie sabía lo que yo sentía realmente: un vacío profundo, una tristeza que ni el vestido blanco pudo ocultar.

La presión no terminó ahí. «¿Y los hijos para cuándo?», preguntaban todos en cada reunión familiar. Yo también sentía esa urgencia. Veía a mis amigas con sus bebés y pensaba que quizá eso me daría sentido. Así que, después de un año de matrimonio, decidí dejar de tomar las pastillas sin decirle nada a Juan Pablo.

Cuando supe que estaba embarazada, lloré de miedo y alegría al mismo tiempo. Juan Pablo no reaccionó como esperaba. Se quedó callado, mirando la pared. «No sé si estoy listo para esto», murmuró. Pero ya era tarde para arrepentimientos.

El embarazo fue duro. Juan Pablo empezó a llegar tarde a casa, siempre cansado o distraído. Yo justificaba todo: el estrés del trabajo, la presión económica. Pero una noche, mientras lavaba los platos, escuché su celular vibrar. Un mensaje de voz: «Te extraño, amor». No era mi voz.

El mundo se me vino abajo. Lo enfrenté entre lágrimas y gritos. Él no negó nada. «No sé si alguna vez te amé», me dijo con frialdad. «Me casé porque todos decían que era lo correcto».

A los siete meses de embarazo, Juan Pablo se fue de la casa. Mi madre lloró más que yo. «¿Cómo vas a criar un hijo sola?», repetía una y otra vez. La vergüenza era insoportable; las vecinas murmuraban cuando pasaba por la tienda.

El parto fue largo y doloroso. Cuando tuve a Samuel en mis brazos, sentí un amor tan grande que pensé que todo valdría la pena. Pero la realidad fue otra. Las noches sin dormir, el llanto constante, la falta de dinero… Todo recaía sobre mí.

Volví a trabajar cuando Samuel tenía tres meses. Mi madre me ayudaba cuando podía, pero estaba cansada y resentida. «Esto no es lo que quería para ti», decía mientras le daba el tetero al niño.

Los años pasaron y Juan Pablo apenas llamaba para preguntar por Samuel. Nunca mandó dinero; nunca preguntó si necesitábamos algo. Yo aprendí a hacer milagros con mi sueldo de maestra: arroz con huevo para cenar, ropa heredada de los primos, juguetes hechos en casa.

Samuel creció preguntando por su papá. «¿Por qué no viene a verme?», decía con esos ojos grandes llenos de inocencia. Yo inventaba excusas: «Está trabajando lejos», «Te quiere mucho»… Mentiras piadosas para protegerlo del dolor.

Un día, Samuel llegó llorando del colegio. Un compañero le había dicho que su papá lo había abandonado porque no lo quería. Sentí una rabia tan grande que quise gritarle al mundo entero. Pero solo pude abrazarlo y prometerle que siempre estaría para él.

La soledad se volvió mi sombra fiel. Mis amigas dejaron de invitarme a salir; decían que siempre estaba cansada o triste. Mi familia seguía juzgándome: «Eso te pasa por apurada», «Debiste esperar al hombre correcto».

A veces me pregunto si hice bien en tener a Samuel sola. Si fui egoísta al querer llenar mi vacío con un hijo sin pensar en las consecuencias. Pero cuando lo veo dormir, tan tranquilo después de un día difícil, siento que todo el sacrificio tiene sentido… aunque el final no sea feliz como en las novelas.

Hoy Samuel tiene ocho años y es mi mayor orgullo y mi mayor miedo. Miedo a fallarle, miedo a no poder darle todo lo que merece, miedo a que algún día me reproche por haberlo traído al mundo sin un padre presente.

¿Vale la pena sacrificarlo todo por cumplir las expectativas de los demás? ¿Cuántas mujeres más viven este silencio disfrazado de fortaleza? Ojalá alguien tenga el valor de responderme.