El grito detrás de la puerta: Un Día de la Mujer en San Miguel

—¿María José? ¿Estás bien? ¡Por favor, abre! —La voz de mi hermana Paula retumbó en la puerta del baño, cada golpe como un latigazo en mi pecho.

No podía contestar. Sentía las lágrimas correr por mis mejillas, mezclándose con el agua fría que me había echado en la cara para intentar borrar los moretones. El espejo me devolvía una imagen que ya no reconocía: ojos hinchados, labios partidos, miedo. Mucho miedo.

—¡María José! ¡No me asustes! —insistió Paula, su voz quebrada.

Me apoyé contra la puerta, temblando. Afuera, el sol de marzo se filtraba por la cortina blanca, iluminando la casa humilde que compartíamos en San Miguel, un barrio donde todos se conocen pero nadie se mete en los problemas ajenos. Era sábado, Día de la Mujer. Irónico.

Mi esposo, Ernesto, dormía en la habitación contigua. O eso creía yo. Su ronquido fuerte era mi única señal de que podía permitirme este momento de debilidad. Si se despertaba y me encontraba llorando otra vez… No quería ni pensarlo.

—Paula, por favor… —logré susurrar—. Dame un minuto.

—¡No! ¡Abre ya! —Su desesperación era real. Paula siempre fue la fuerte de las dos, la que enfrentaba a los profesores cuando nos discriminaban por no tener uniforme completo, la que defendía a mamá cuando papá llegaba borracho y gritaba hasta quedarse sin voz.

Pero yo… yo aprendí a callar. A esconderme. A sobrevivir.

Giré el seguro y abrí apenas una rendija. Paula empujó la puerta y me abrazó tan fuerte que sentí que me rompía las costillas.

—¿Otra vez? —susurró al ver mi cara.

No pude mentirle. Solo asentí.

—No puede seguir así, María José. Hoy es nuestro día. Hoy… —Su voz se quebró—. Hoy tienes que decidir.

Miré el reloj: las 7:30 am. El aroma a café recién hecho llegaba desde la cocina, donde mamá seguramente preparaba arepas para celebrar el Día de la Mujer a su manera: con comida y abrazos apretados.

—No quiero arruinarle el día a mamá —dije, limpiándome las lágrimas con la manga del pijama.

—¿Y tú? ¿Cuántos días más vas a dejar que te lo arruinen a ti?

No supe qué responderle. El miedo era más fuerte que cualquier argumento lógico. Ernesto no siempre fue así. Cuando lo conocí en la universidad era atento, divertido, soñador. Pero después de perder su trabajo todo cambió: los gritos, los celos, los golpes… Y yo seguía ahí, esperando al hombre que alguna vez amé.

Paula me tomó de la mano y me llevó a la cocina. Mamá nos miró con esos ojos sabios que todo lo ven.

—¿Qué pasó? —preguntó en voz baja.

—Nada, mamá —mentí otra vez.

Pero Paula no me dejó seguir.

—Mamá, Ernesto le pegó otra vez —dijo sin rodeos.

El silencio cayó como una losa sobre nosotras. Mamá dejó el cuchillo sobre la mesa y se sentó frente a mí.

—Hija… —empezó—. Yo sé lo que es vivir con miedo. Pero tú tienes una hermana y una madre que te aman. No estás sola.

Las lágrimas volvieron a brotar sin control. Mamá me abrazó y sentí su temblor. Recordé las noches en las que ella dormía con nosotras para protegernos de los gritos de papá. Recordé cómo juré nunca repetir esa historia.

Pero aquí estaba yo, repitiéndola.

El sonido de pasos pesados nos hizo estremecer. Ernesto apareció en el umbral de la cocina, despeinado y con los ojos inyectados de sueño y rabia.

—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué tanto drama tan temprano? —gruñó.

Paula se puso de pie, desafiante.

—Hoy es el Día de la Mujer, Ernesto. Y hoy María José no va a callar más.

Él me miró con desprecio.

—¿Así que ahora eres valiente porque es tu día? No seas ridícula —escupió.

Mamá se interpuso entre él y yo.

—En esta casa no se le levanta la mano a nadie —dijo con firmeza—. Si quieres quedarte aquí, será bajo nuestras reglas.

Ernesto rió con amargura y se fue dando un portazo. El silencio volvió a instalarse, pero esta vez era diferente: era un silencio cargado de posibilidades.

Paula me miró con ternura y determinación.

—Vamos a denunciarlo —dijo—. No más miedo, María José. No más secretos.

El resto del día fue un torbellino: llamadas a una tía abogada, mensajes a amigas pidiendo apoyo, lágrimas y abrazos interminables. Ernesto volvió por sus cosas al anochecer; no dijo nada más. Solo recogió su mochila y se fue sin mirar atrás.

Esa noche dormí junto a Paula en nuestra vieja cama compartida. Mamá rezó por nosotras antes de acostarse y dejó una vela encendida en la ventana, como hacía cuando éramos niñas y había tormenta.

Me costó dormir. El miedo seguía ahí, agazapado en cada sombra del cuarto. Pero también sentí algo nuevo: alivio. Y una chispa de esperanza.

A la mañana siguiente, mientras desayunábamos juntas, Paula me tomó la mano otra vez.

—¿Sabes qué? Hoy sí es un verdadero Día de la Mujer —dijo sonriendo—. Porque hoy elegiste vivir sin miedo.

Miré a mi madre y a mi hermana y supe que tenía razón. Tal vez el camino sería difícil; tal vez habría noches largas y días llenos de dudas. Pero ya no estaba sola.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven tras puertas cerradas, callando por miedo o vergüenza? ¿Cuándo vamos a entender que merecemos vivir sin miedo?