El día que frené en seco y les pedí a mis suegros que llamaran a la mujer perfecta

—¿Por qué no tomas la carretera vieja, Lucía? Así llegaríamos más rápido —dijo mi suegra desde el asiento trasero, con ese tono que mezcla dulzura y veneno.

Apreté el volante. El sol caía a plomo sobre la carretera de Jalisco, y el aire acondicionado apenas lograba mitigar el calor. Mi esposo, Daniel, miraba por la ventana, fingiendo no escuchar. Sus padres, jubilados y siempre listos para opinar, iban a la estación del tren para visitar a su hija mayor en Guadalajara. Yo era solo la chofer designada, la nuera que nunca estuvo a la altura de sus expectativas.

—Prefiero esta ruta, señora Carmen. Hay menos tráfico —respondí, tragando saliva.

—Ay, Lucía, si fueras como Mariana… —empezó mi suegro, don Ernesto, con esa voz pausada que usaba para dar lecciones—. Ella sí sabe manejar. Y cocina delicioso. ¿Te acuerdas, Carmen?

Mi suegra suspiró teatralmente. —Claro que sí. Mariana es una joya. Qué suerte tuvo Ricardo con ella.

Mariana. La esposa del hermano mayor de Daniel. La mujer perfecta: ingeniera, madre de tres hijos rubios y educados, cocinera de platillos gourmet y organizadora de fiestas familiares donde todos se sentían en casa. Yo era Lucía: diseñadora gráfica freelance, sin hijos por decisión propia, con un pasado de familia rota y sueños de independencia.

El silencio se volvió insoportable. El motor del auto rugía mientras mi corazón latía más fuerte. Daniel seguía callado. Siempre callado cuando sus padres me comparaban con Mariana o con su hermana Laura, la doctora exitosa en Monterrey.

—¿Sabes qué? —dije de pronto, frenando en seco al costado del camino. El polvo se levantó como una nube espesa alrededor del auto.

—¡¿Qué haces, Lucía?! —gritó mi suegra.

Me giré hacia ellos, temblando de rabia y tristeza.

—Estoy cansada —dije con voz quebrada—. Cansada de que me comparen con Mariana. Cansada de que nunca sea suficiente para ustedes. Si tanto la admiran… ¿por qué no la llaman para que los lleve a la estación?

Daniel abrió la boca, pero no dijo nada. Don Ernesto me miró como si hubiera perdido la razón.

—No tienes por qué ponerte así —dijo mi suegra, bajando la voz—. Solo queremos lo mejor para Daniel.

—¿Y yo? ¿No merezco respeto? ¿No merezco ser aceptada como soy?

Las lágrimas me ardían en los ojos. Recordé todas las veces que me corrigieron frente a otros familiares: cómo cortaba la cebolla, cómo vestía, cómo reía demasiado fuerte en las reuniones. Recordé el día de nuestra boda, cuando mi suegra le susurró a Daniel: «¿Estás seguro? Podrías esperar a alguien mejor».

—Lucía… —empezó Daniel finalmente—. No es para tanto…

—¿No es para tanto? —lo interrumpí—. ¿Sabes lo que es sentirte una extraña en tu propia familia? ¿Saber que nunca vas a ser suficiente porque no eres Mariana ni Laura?

El silencio volvió a caer sobre nosotros como un manto pesado. Afuera, el sol seguía brillando implacable.

Don Ernesto carraspeó.

—Mira, hija…

—No me llame hija —dije bajito—. No lo soy para ustedes.

Mi suegra empezó a llorar en silencio. Daniel bajó la cabeza.

—Si quieren llegar a tiempo al tren —dije—, llamen a Mariana o a quien quieran. Yo no voy a seguir fingiendo que todo está bien.

Saqué mi celular y lo puse sobre el tablero.

—Tienen batería suficiente para llamar un taxi o a quien prefieran.

Abrí la puerta y salí del auto. El calor me golpeó de lleno, pero sentí una extraña libertad al respirar el aire caliente y polvoriento del campo jalisciense. Caminé unos metros por la orilla del camino mientras escuchaba los murmullos dentro del auto.

Recordé mi infancia en Tepic: mi madre trabajando doble turno para sacarnos adelante después de que mi papá se fue con otra mujer; mis hermanos menores cuidando unos de otros; yo prometiéndome que nunca dejaría que nadie me hiciera sentir menos.

Pero ahí estaba yo: adulta, casada con un hombre bueno pero débil ante su familia, permitiendo que me pisotearan una y otra vez.

Sentí pasos detrás de mí. Era Daniel.

—Lucía… perdón —dijo en voz baja—. No sé cómo manejar esto…

Me volví hacia él, con el rostro empapado de lágrimas y sudor.

—No tienes que manejarlo tú solo —le dije—. Pero necesito que estés conmigo. Que me defiendas cuando tus padres me humillan.

Él asintió, avergonzado.

—Tienes razón —susurró—. Te amo…

Lo abracé fuerte, sintiendo su corazón latir contra el mío.

Regresamos al auto juntos. Mis suegros estaban callados; mi suegra se secaba los ojos con un pañuelo bordado.

Me senté al volante y respiré hondo antes de hablar:

—Voy a llevarlos a la estación porque respeto a Daniel y porque sé que ustedes son importantes para él. Pero les pido algo: no vuelvan a compararme con Mariana ni con nadie más. Yo soy Lucía y así me quedo.

Nadie respondió. Solo el sonido del motor llenó el espacio mientras retomábamos el camino.

Al llegar a la estación, mis suegros bajaron sin decir palabra. Daniel me tomó la mano y me miró con ternura y culpa mezcladas.

Esa noche dormimos abrazados como hacía tiempo no lo hacíamos. Sentí una paz nueva: había defendido mi lugar en esa familia, aunque costara lágrimas y gritos.

A veces me pregunto si alguna vez seré suficiente para ellos o si siempre viviré bajo la sombra de Mariana y Laura. Pero hoy sé que mi valor no depende de sus expectativas ni de sus comparaciones.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos definan los demás? ¿Cuántas Lucías más hay allá afuera esperando ser vistas por quienes realmente son?