La palabra secreta de mi hija y yo: Un pacto silencioso contra el miedo

—Mamá, ¿puedo ir a la tienda con Camila? —me preguntó Valentina, mi hija de once años, mientras se ponía su mochila azul. Era una tarde calurosa en Medellín, el sol caía a plomo sobre los techos de teja y el bullicio del barrio se colaba por la ventana. Yo estaba en la cocina, cortando cebolla para el almuerzo, y sentí ese pequeño nudo en el estómago que solo las madres conocen.

—¿A qué tienda van? —pregunté, tratando de sonar casual.

—A la de don Ernesto, la de la esquina —respondió ella, bajando la mirada. Sabía que últimamente no me gustaba que saliera sola, pero Camila era su mejor amiga y vivía a dos casas de la nuestra.

Me acerqué y le acaricié el cabello. —Recuerda lo que hablamos: si algo te incomoda o sientes miedo, me mandas el mensaje con la palabra clave. ¿Sí?

Ella asintió, sonriendo. Nuestro pacto era sencillo pero poderoso: si alguna vez se sentía en peligro o incómoda, debía enviarme un mensaje con la palabra “luna”. Nadie más lo sabía. Era nuestro secreto, nuestro escudo invisible.

La vi salir por la puerta con Camila, riendo y hablando de sus cosas. Me quedé mirando por la ventana hasta que doblaron la esquina. Volví a la cocina, pero no podía concentrarme. El barrio no era el mismo de cuando yo era niña; ahora había más motos, más desconocidos y más historias de desapariciones o robos. Recordé cómo mi mamá me enseñó a tener cuidado, a desconfiar incluso de quienes parecían amables.

El tiempo pasó lento. De repente, sonó mi celular. Un mensaje de Valentina: “Mamá, ¿puedo ver la luna hoy?”

Sentí un frío recorrerme la espalda. Ella nunca usaba esa frase. Dejé caer el cuchillo y salí corriendo sin pensarlo dos veces.

Corrí por las calles polvorientas, esquivando motos y vendedores ambulantes. Llegué a la tienda de don Ernesto, pero no estaban allí. Pregunté a una vecina y me dijo que las había visto caminando hacia el parque.

El corazón me latía tan fuerte que apenas podía respirar. Crucé el parque y vi a Valentina sentada en una banca, abrazada a Camila. Un hombre desconocido estaba parado cerca de ellas, hablando en voz baja.

—¡Valentina! —grité con todas mis fuerzas.

Ella levantó la cabeza y corrió hacia mí. Camila la siguió, temblando.

—Ese señor nos quería invitar helado —dijo Valentina, con la voz quebrada—. Pero me acordé de lo que dijiste y te mandé el mensaje.

El hombre se alejó rápidamente al verme llegar. Abracé a las niñas con fuerza, sintiendo una mezcla de alivio y rabia.

De regreso a casa, Valentina iba callada. Cuando llegamos, me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Hice bien? ¿No te enojaste?

La abracé más fuerte aún.

—Hiciste perfecto, mi amor. Nunca dudes en usar nuestra palabra secreta. Para eso es.

Esa noche no pude dormir. Me quedé pensando en todas las veces que escuché historias similares en el barrio: niñas desaparecidas, niños engañados por extraños. Recordé a mi amiga Paola, cuya sobrina nunca volvió después de ir a comprar pan. Pensé en lo fácil que es confiarse, en lo rápido que puede cambiar todo por un descuido.

Al día siguiente, hablé con otras madres del barrio. Les conté lo que había pasado y les sugerí crear una palabra clave con sus hijos. Algunas se rieron al principio; otras se pusieron serias al escuchar mi historia.

—Eso no pasa aquí —dijo doña Rosa—. Todos nos conocemos.

—Eso creía yo también —le respondí—. Pero los tiempos han cambiado.

Poco a poco, más familias empezaron a hablar del tema. Algunas niñas inventaron palabras graciosas; otros niños prefirieron frases largas para despistar a los adultos.

Mi esposo Juan Carlos llegó tarde esa noche. Cuando le conté lo sucedido, se quedó callado un rato largo.

—Nunca pensé que algo así pudiera pasarle a nuestra hija —dijo finalmente—. Gracias por enseñarle a cuidarse.

Nos abrazamos en silencio. Sentí que habíamos hecho algo importante, aunque fuera pequeño.

Pero no todo fue fácil después de eso. Valentina tuvo pesadillas durante semanas; cada vez que salía sola, me miraba con miedo antes de cruzar la puerta.

—¿Y si vuelve ese señor? —me preguntaba cada noche.

No tenía respuestas fáciles. Solo podía prometerle que siempre estaría atenta, que siempre podría confiar en mí.

Un día, mientras caminábamos juntas al colegio, Valentina me tomó de la mano y susurró:

—Gracias por creerme, mamá.

Sentí un nudo en la garganta. Pensé en todas las veces que los adultos no creen a los niños; en cómo minimizan sus miedos o los acusan de exagerar.

La vida siguió su curso: tareas escolares, peleas con hermanos, domingos de arepas y fútbol en familia. Pero algo había cambiado entre nosotras: ahora había una confianza nueva, un puente invisible construido sobre una simple palabra secreta.

A veces me pregunto cuántos niños habrían podido evitar tragedias si hubieran tenido una forma discreta de pedir ayuda. ¿Cuántas familias podrían dormir tranquilas si hablaran abiertamente del peligro sin sembrar miedo?

Hoy quiero preguntarles a ustedes: ¿Tienen una palabra clave con sus hijos o seres queridos? ¿Cómo protegen a quienes más aman en un mundo donde el peligro puede estar tan cerca como la esquina de su barrio?