El Último Verano en la Costa del Olvido
—¿Por qué me haces esto, mamá? —escupí las palabras como si fueran veneno, sin apartar la mirada del vidrio empañado del bus. Afuera, los campos de caña se extendían hasta perderse en el horizonte, y el sol de la costa ya comenzaba a teñirlo todo de un dorado cansado. Mi madre, Teresa, suspiró y apretó más fuerte mi mano, pero yo la solté con brusquedad.
—Lucía, hija… No es tan grave. Vas a ver que allá te va a gustar. El mar, la playa, el calorcito… —intentó sonreír, pero su voz temblaba. Sabía que mentía. Sabía que ni ella misma creía en esa promesa de felicidad improvisada.
Yo tenía dieciséis años y sentía que mi vida se desmoronaba. Dejar Quito no era solo cambiar de ciudad; era abandonar a mis amigas, mi colegio, mis sueños de estudiar medicina en la Central. Era dejar atrás a papá, aunque él ya no estuviera con nosotras desde hacía meses. Era aceptar que todo lo que conocía podía desaparecer en un instante.
El bus traqueteaba por la carretera mientras mi madre miraba su celular una y otra vez, esperando un mensaje que nunca llegaba. Yo sabía que era de mi tía Rosa, la hermana menor de mamá, quien nos esperaba en Manta con la promesa de un cuarto pequeño y un trabajo en su restaurante. Pero también sabía que mamá no quería irse; solo huía. Huía de las deudas, de los gritos del casero, de la vergüenza de haberlo perdido todo después del accidente de papá.
—¿Y si no me adapto? ¿Y si nadie me habla? —pregunté en voz baja, casi como un susurro dirigido al viento salado que ya se colaba por las rendijas del bus.
—Tienes que intentarlo, Lucía. No tenemos otra opción —respondió ella, con esa firmeza rota que solo tienen las madres cuando ya no les queda nada más que dar.
Llegamos a Manta al atardecer. El olor a pescado y sal me golpeó como una bofetada. Mi tía Rosa nos recibió con los brazos abiertos y una sonrisa demasiado amplia para ser sincera.
—¡Por fin llegaron! ¡Mijita, cómo has crecido! —me abrazó tan fuerte que sentí que me partía en dos.
La casa era pequeña y calurosa. Compartiríamos cuarto con mi prima Camila, una chica callada y seria que apenas me miró cuando entré con mi maleta rota. Esa noche cenamos encebollado y escuché a mamá y Rosa hablar en susurros sobre cuentas por pagar y turnos dobles en el restaurante.
Los días pasaron lentos. En el colegio nuevo nadie me hablaba. Las chicas se reían bajito cuando pasaba y los profesores me miraban como si fuera invisible. Extrañaba el frío de Quito, las montañas, el olor a lluvia. Extrañaba a papá y su risa ronca los domingos por la mañana.
Una tarde, mientras ayudaba a lavar platos en el restaurante, escuché a mamá llorar en la cocina. Me acerqué despacio y la vi sentada en el suelo, con la cabeza entre las manos.
—No puedo más, Rosa… No puedo seguir fingiendo que todo está bien para Lucía —sollozaba.
—Tienes que ser fuerte por ella —le respondió mi tía—. Aquí nadie te va a juzgar. Todas hemos perdido algo.
Me quedé paralizada. Por primera vez entendí que no era la única sufriendo. Que mamá también había dejado su vida atrás. Que el dolor no era solo mío.
Esa noche me acerqué a ella en la cama y le tomé la mano.
—Mamá… ¿Crees que algún día vamos a estar bien?
Ella me miró con los ojos hinchados y sonrió débilmente.
—No lo sé, hija. Pero tenemos que intentarlo juntas.
Poco a poco empecé a adaptarme. Camila me llevó a la playa una tarde y nos sentamos a ver las olas romper contra las piedras.
—Aquí todo es más lento —me dijo—. Pero también hay menos gente mirando lo que haces.
Empezamos a hablar de música, de libros, de sueños rotos y nuevos comienzos. Me di cuenta de que todos cargábamos algo: Camila con su silencio, mamá con su tristeza, Rosa con su rabia contra el mundo.
Un día llegó una carta del banco: nos daban tres meses para pagar una deuda pendiente o perderíamos lo poco que teníamos. Mamá se encerró en el baño y yo escuché cómo golpeaba la pared con rabia contenida.
Esa noche discutimos fuerte. Yo le grité que estaba cansada de vivir huyendo, de sentirme extranjera en todas partes. Ella lloró y me dijo que solo quería protegerme, pero yo no podía entenderlo entonces.
Pasaron semanas difíciles. Trabajé en el restaurante después del colegio, fregando platos hasta que las manos se me llenaron de grietas. Mamá aceptó un segundo trabajo limpiando casas en el barrio rico al otro lado del malecón. Rosa vendió su anillo de bodas para ayudarnos a pagar una parte de la deuda.
Una tarde cualquiera, mientras barría la terraza del restaurante, vi llegar a mamá corriendo desde la parada del bus. Traía una sonrisa enorme y los ojos brillantes como hacía mucho no veía.
—¡Lucía! ¡Nos dieron una beca para ti! —gritó antes de abrazarme—. Vas a poder estudiar medicina aquí mismo en Manta si quieres…
Me quedé sin palabras. Por primera vez sentí esperanza. Por primera vez desde que papá murió sentí que algo bueno podía pasar.
Esa noche cenamos juntas en silencio, pero era un silencio distinto: uno lleno de posibilidades.
Ahora han pasado dos años desde aquel viaje forzado. Sigo extrañando Quito y a papá todos los días, pero he aprendido a amar el mar y el calor pegajoso de la costa. Mamá sonríe más seguido y Rosa volvió a ponerse un anillo nuevo —uno barato pero lleno de significado—.
A veces me pregunto si alguna vez dejaré de sentirme extranjera en mi propia vida. ¿Será posible reconstruirse después de perderlo todo? ¿O solo aprendemos a vivir con las cicatrices?
¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede empezar de nuevo sin olvidar quiénes fuimos?