Hielo Bajo el Sol: Una Conversación Pendiente

—Hijo, tenemos que hablar —dijo mi papá, su voz temblando más que el hielo bajo mis patines.

El sol de enero caía directo sobre el pequeño lago congelado del parque central de San Miguel, ese rincón donde los árboles parecen susurrar historias viejas y los niños gritan como si el frío no existiera. Era el último día de las vacaciones de Navidad y yo solo quería patinar con Patricio y los demás, reírme de nuestras caídas y, quizás, impresionar a Mariana, la chica de la bufanda roja. Pero ahí estaba mi papá, parado junto a la cerca de madera, con las manos metidas en los bolsillos y la mirada perdida entre los reflejos del hielo.

—¿Ahora? —pregunté, sintiendo cómo la alegría se me congelaba en el pecho.

—Sí, ahora. Es importante.

Me quité los guantes con torpeza y lo seguí hasta una banca apartada. El bullicio del hielo quedaba atrás, pero yo sentía que todos nos miraban. Mi papá nunca había sido bueno para las conversaciones profundas; siempre prefería hablar de fútbol o del clima. Por eso, cuando me miró a los ojos y suspiró tan hondo que parecía querer vaciarse por dentro, supe que algo grave pasaba.

—¿Te acuerdas cuando eras niño y te caíste en la pista? —empezó, con una sonrisa triste—. Lloraste tanto que pensé que nunca volverías a patinar.

Asentí, sin entender a dónde iba todo esto.

—A veces uno se cae y no sabe cómo levantarse —continuó—. Y a veces… uno guarda cosas porque tiene miedo de hacerle daño a los que quiere.

El viento helado me cortó la cara. Sentí un nudo en la garganta. ¿Había hecho algo malo? ¿Se iba a separar de mamá? ¿Había perdido el trabajo otra vez?

—Papá, ¿qué pasa?

Él bajó la cabeza. Sus manos temblaban.

—Perdí el trabajo hace dos meses —dijo al fin—. No quise decirles porque pensé que lo resolvería rápido. Pero no he encontrado nada… y las cuentas se acumulan. Tu mamá no lo sabe todo. No sé qué hacer.

Me quedé en silencio. El mundo giraba despacio, como si el sol se hubiera detenido sobre nosotros. Recordé las discusiones en casa, las noches en que mi mamá lloraba en la cocina creyendo que nadie la escuchaba, las veces que mi papá llegaba tarde con olor a cigarro y excusas baratas.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —pregunté, sintiendo rabia y tristeza mezcladas.

—Porque eres mi hijo —respondió—. Porque quiero protegerte. Pero ya no puedo solo.

Me dieron ganas de gritarle que yo también tenía miedo, que la escuela era un infierno desde que cambiamos de barrio, que extrañaba a mis amigos de antes y que odiaba ver a mamá tan cansada. Pero no dije nada. Solo lo miré, esperando que él tuviera todas las respuestas.

En ese momento llegó Patricio corriendo, con la cara roja por el frío y los ojos brillando de emoción.

—¡Kike! ¡Apúrate! ¡Mariana te está esperando!

Mi papá sonrió débilmente.

—Ve, hijo. No dejes que los problemas te quiten la alegría.

Me levanté despacio. Sentí el peso del secreto sobre mis hombros. Volví al hielo, pero ya no era el mismo. Cada vez que me reía o caía, pensaba en mi papá sentado solo en la banca, luchando contra sus propios miedos.

Esa noche, en casa, la tensión era tan densa como el vapor de los frijoles en la mesa. Mamá sirvió la cena en silencio. Mi hermana menor jugaba con su celular sin levantar la vista. Yo miraba a mi papá, esperando que hablara, pero él solo comía despacio, como si masticara piedras.

Después de cenar, lo busqué en el patio. Estaba sentado bajo el limonero, fumando a escondidas como cuando era joven.

—Papá… ¿y ahora qué vamos a hacer?

Él me miró con ojos cansados.

—No lo sé, hijo. Pero esta vez vamos a enfrentarlo juntos.

Por primera vez sentí que mi papá no era invencible. Que tenía miedo igual que yo. Que necesitaba ayuda.

Los días siguientes fueron duros. Mamá se enteró de todo y hubo gritos, reproches y lágrimas. Mi hermana lloró porque pensó que tendríamos que dejar la escuela. Yo me sentí culpable por no haber notado nada antes. Pero también empezamos a hablar más. A buscar soluciones juntos: mamá vendió pasteles en la iglesia; yo ayudé a Don Ernesto en su tienda después de clases; mi hermana cuidaba niños del vecindario.

Un día cualquiera, mientras barría la entrada de la tienda, Don Ernesto me dijo:

—La vida es como el hielo, Kike: si te caes, te levantas… pero nunca patines solo.

Pensé en mi familia y sentí una fuerza nueva dentro de mí. Ya no éramos los mismos de antes; éramos más fuertes porque habíamos aprendido a confiar unos en otros.

Hoy miro atrás y me doy cuenta de que ese día en el hielo cambió todo. Que a veces los secretos pesan más que las cuentas por pagar. Que hablar duele, pero callar duele más.

¿Y tú? ¿Alguna vez tuviste miedo de contarle algo importante a tu familia? ¿Crees que es mejor callar para proteger o hablar para sanar?