Olvida su nombre, hermano
—¡Julián! ¿Vas a seguir durmiendo como si nada? —La voz de Gabriel retumbó en el pasillo, mezclada con los golpes insistentes en la puerta. El reloj marcaba las seis y cuarto de la mañana. Afuera, el sol apenas asomaba entre los cerros de Medellín, tiñendo el cielo de un naranja pálido. Me levanté a trompicones, con el corazón acelerado y la mente nublada por el sueño y la preocupación.
—¡Ya va! —grité, mientras buscaba a tientas una camiseta limpia entre la ropa tirada en la silla. Cuando abrí la puerta, Gabriel entró como un huracán, sin saludar siquiera.
—Tenemos que hablar —dijo, bajando la voz y mirando hacia atrás, como si temiera que alguien nos escuchara.
—¿Qué pasó? ¿Por qué vienes así? —pregunté, sintiendo una punzada de miedo. Gabriel nunca venía tan temprano, y mucho menos un domingo.
Se sentó en el sofá, se frotó las manos y respiró hondo. Yo me quedé de pie, esperando. El silencio se volvió insoportable.
—Es sobre Valeria —dijo al fin, casi en un susurro.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Valeria era mi novia desde hacía tres años. La mujer con la que soñaba casarme, formar una familia, salir adelante. La única persona que había logrado calmar mis tormentas internas después de la muerte de mamá.
—¿Qué tiene Valeria? —pregunté, con la voz quebrada.
Gabriel me miró a los ojos y vi en ellos una mezcla de culpa y miedo que nunca le había visto antes.
—Julián… yo… anoche… —tragó saliva— anoche estuve con ella. No fue planeado. Nos encontramos en la fiesta de Camila, tomamos unos tragos y… pasó lo que no debía pasar.
Un silencio espeso llenó la sala. Sentí que me faltaba el aire. Quise gritarle, golpearlo, pero mis piernas no respondían. Sólo podía mirarlo, esperando que dijera que era una broma cruel.
—¿Me estás diciendo que te acostaste con Valeria? ¿Mi novia? —escupí las palabras como si quemaran.
Gabriel asintió, con lágrimas en los ojos. —Lo siento, Julián. No sé cómo pasó. Te juro que no quería…
Me desplomé en la silla frente a él. Recordé cada momento con Valeria: nuestras caminatas por el parque Arví, las tardes de cine en casa de mi abuela, las promesas susurradas al oído. Todo se desmoronaba en segundos.
—¿Y ella? —pregunté— ¿Qué dice ella?
—Está destrozada. Me llamó esta madrugada llorando. Dice que fue un error, que te ama a ti…
Me tapé la cara con las manos. El dolor era físico, punzante. No podía entender cómo mi propio hermano había sido capaz de traicionarme así. Pensé en papá, en cómo siempre nos decía que los hermanos debían cuidarse entre sí porque éramos lo único seguro en este mundo tan jodido.
Gabriel se arrodilló frente a mí.
—Hermano, por favor… No me odies. No sé cómo reparar esto. Dime qué hago y lo hago.
Lo miré con rabia y tristeza. Quise decirle que se largara, que no quería volver a verlo nunca más. Pero algo dentro de mí se rompió aún más al ver su desesperación.
—No sé si pueda perdonarte —dije finalmente—. No ahora.
El resto del día fue un infierno. Gabriel se fue sin decir adiós y yo me quedé solo con mis pensamientos y el eco de su confesión. El teléfono sonaba una y otra vez: era Valeria. No contesté. No tenía fuerzas para escuchar su versión de los hechos.
A media tarde llegó papá, con su paso cansado y su olor a cigarrillo barato. Me encontró sentado en el balcón, mirando las montañas sin verlas realmente.
—¿Qué te pasa, Julián? Tienes cara de muerto —dijo, sentándose a mi lado.
No quería hablar, pero las palabras salieron solas. Le conté todo: la traición de Gabriel, mi dolor, mi rabia.
Papá guardó silencio largo rato. Luego suspiró y me puso una mano en el hombro.
—La familia es complicada, hijo. Nadie está libre de cagarla feo alguna vez. Pero uno tiene que decidir si vale más el rencor o el amor que nos une.
No supe qué responderle. ¿Cómo se perdona algo así? ¿Cómo se sigue adelante cuando quienes más amas son quienes más te hieren?
Esa noche salí a caminar por el barrio. Las luces amarillas iluminaban las calles empinadas y los perros ladraban a lo lejos. Pensé en ir a casa de Valeria, pedirle explicaciones cara a cara. Pero no pude dar ese paso.
Al día siguiente recibí un mensaje de Gabriel: “Te entiendo si no quieres volver a verme nunca más. Pero eres mi hermano y te amo”.
Leí esas palabras una y otra vez. Sentí rabia, sí, pero también una tristeza profunda por todo lo perdido: la confianza, la inocencia de nuestra relación fraternal.
Pasaron semanas antes de volver a ver a Gabriel. Fue en el cumpleaños de nuestra abuela Rosa. Toda la familia estaba allí: los primos jugando fútbol en el patio, las tías peleando por la receta del arroz con pollo, los niños corriendo entre risas y gritos.
Cuando entré al salón y vi a Gabriel al fondo, sentí un nudo en la garganta. Él me miró con miedo y esperanza al mismo tiempo.
Me acerqué despacio. Nadie más sabía lo que había pasado entre nosotros; todos reían y bailaban como si nada hubiera cambiado.
—¿Podemos hablar? —le dije.
Salimos al jardín trasero, donde el ruido era apenas un murmullo lejano.
—No sé si pueda perdonarte algún día —le dije— pero tampoco quiero perderte para siempre.
Gabriel asintió, con lágrimas en los ojos.
—Te juro que haré lo posible para recuperar tu confianza —susurró.
Nos abrazamos torpemente, como dos niños asustados buscando consuelo en medio del caos familiar.
Esa noche volví a casa sintiéndome un poco más liviano. Sabía que nada volvería a ser igual entre nosotros, pero también entendí que el amor familiar es capaz de sobrevivir incluso a las peores tormentas.
Ahora escribo esto mirando las luces de Medellín desde mi ventana y me pregunto: ¿cuántas familias han pasado por traiciones similares? ¿Cuántos han tenido que elegir entre el rencor y el perdón?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Vale la pena perdonar a quienes más nos hieren?