Cuando el Pasado Golpea la Puerta: El Regreso de Julián
—¿Anita? —escuché esa voz y el tiempo se detuvo. El murmullo del shopping, el tintinear de las bolsas, el perfume a medialunas recién horneadas, todo se desvaneció. Me quedé paralizada, con las manos apretando las compras contra el pecho, mirando al hombre que fue mi primer amor y mi mayor herida.
No podía ser. Treinta y cinco años habían pasado desde la última vez que vi a Julián. Me convencí a mí misma de que era alguien parecido, un eco del pasado en otro cuerpo. Pero cuando sus ojos marrones se encontraron con los míos y repitió mi nombre —»Anita»—, sentí cómo el verano del 89 volvía a envolverme: el calor pegajoso de la ciudad, el sabor a helado de dulce de leche en la plaza, sus labios rozando mi cuello cuando nadie miraba.
—¿Sos vos? —preguntó, con esa mezcla de asombro y ternura que siempre lo caracterizó.
No supe qué decir. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que todos podían oírlo. Miré alrededor, buscando una salida, pero estaba atrapada entre la multitud y mis propios recuerdos.
—Julián… —susurré, apenas audible.
Él sonrió, pero sus ojos tenían una sombra. No era el chico de antes; era un hombre con arrugas en la frente y canas en las sienes. Yo tampoco era la misma. Había aprendido a esconder mis cicatrices bajo una coraza de rutina: trabajo en la escuela, cuidar a mamá enferma, criar sola a mis hijos después de que Ricardo se fue.
—No puedo creerlo —dijo él—. ¿Cuánto tiempo pasó?
—Toda una vida —respondí, sintiendo cómo la voz me temblaba.
Nos sentamos en una cafetería del shopping. El ruido era un telón de fondo lejano; entre nosotros solo existía el pasado. Julián pidió dos cafés cortados, como solíamos tomar en la confitería de la esquina cuando éramos adolescentes.
—¿Te acordás de aquel verano en Mar del Plata? —preguntó, sonriendo con nostalgia.
Claro que me acordaba. Fue nuestro último verano juntos antes de que todo se rompiera. Antes de que mi papá descubriera nuestras cartas escondidas en el cajón y le prohibiera volver a verme. Antes de que Julián desapareciera sin despedirse, dejándome sola con un corazón hecho trizas y una familia furiosa por el escándalo.
—¿Por qué te fuiste así? —la pregunta salió sola, como un suspiro contenido durante décadas.
Julián bajó la mirada. Sus manos temblaban ligeramente al sostener la taza.
—Tu papá vino a buscarme —confesó—. Me dijo que si no me alejaba de vos, iba a hacerle daño a mi familia. Yo tenía diecinueve años, Anita… Tenía miedo. No supe qué hacer.
Sentí una punzada en el pecho. Mi padre siempre fue un hombre duro, orgulloso, incapaz de aceptar que su hija se enamorara del hijo del portero. En ese entonces, las diferencias sociales eran muros imposibles de escalar.
—Me dejaste sola —dije, con lágrimas ardiendo en los ojos—. Nunca entendí por qué.
Julián me tomó la mano por encima de la mesa. Su contacto era cálido y familiar, pero también extraño después de tantos años.
—Te juro que nunca te olvidé —susurró—. Pero tenía miedo… Y después fue demasiado tarde.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, la vida seguía: niños corriendo entre los locales, parejas discutiendo por compras innecesarias, abuelas tomando mate en los bancos del pasillo.
—¿Y vos? —preguntó él—. ¿Sos feliz?
Me reí amargamente.
—Hice lo que pude —admití—. Me casé con Ricardo porque era lo correcto, porque mamá insistía en que necesitaba estabilidad. Tuvimos dos hijos hermosos… pero él se fue hace cinco años con una mujer más joven. Ahora cuido a mamá y trabajo todo el día para llegar a fin de mes.
Julián asintió con tristeza.
—Yo también me casé —dijo—. Pero nunca fue lo mismo. Siempre sentí que algo me faltaba.
Nos miramos largo rato, como si quisiéramos recuperar todo lo perdido en una sola tarde.
De repente, sentí rabia. Rabia por mi padre y su orgullo; por Julián y su cobardía; por mí misma y mi incapacidad para rebelarme contra lo que todos esperaban de mí.
—¿Sabés qué es lo peor? —le dije— Que nunca pude perdonarte del todo. Ni perdonarme a mí por no haber luchado más fuerte.
Julián apretó mi mano con fuerza.
—Todavía estamos a tiempo —susurró—. No para volver atrás… pero sí para perdonarnos.
Me quedé callada. Afuera empezaba a llover sobre Buenos Aires; las gotas golpeaban los ventanales como si quisieran limpiar los años acumulados sobre nuestros hombros.
Nos despedimos con un abrazo largo y silencioso. No hubo promesas ni reproches finales; solo la certeza de que algo había cambiado para siempre dentro mío.
Esa noche, mientras preparaba la cena para mamá y mis hijos, no pude dejar de pensar: ¿Cuántas vidas dejamos pasar por miedo? ¿Cuántos amores sacrificamos en nombre del deber o del qué dirán? ¿Y si todavía estamos a tiempo de sanar?
A veces me pregunto: ¿qué habría pasado si hubiera tenido el valor de desafiarlo todo por amor? ¿Y ustedes? ¿Alguna vez dejaron ir algo importante por miedo o por presión familiar?