Un paso hacia la felicidad: La historia de Mariana

—¿Y para cuándo el novio, Mariana? —La voz de mi tía Rosa retumbó en el comedor, justo cuando mordía el último trozo de pastel de tres leches. Las miradas se clavaron en mí como cuchillos. Mi abuela, sentada a mi derecha, suspiró tan fuerte que casi apaga la vela del centro de mesa.

Tenía veintinueve años y, según mi familia, ya estaba “pasada”. Desde niña en Veracruz, todos decían que era bonita: bajita, piel clara, cabello lacio y rubio como el maíz tierno. Pero esa belleza nunca me abrió las puertas del amor verdadero. Al contrario, parecía que solo atraía a hombres interesados en presumirme como trofeo, no en conocerme de verdad.

Después de graduarme en psicología, me mudé a Ciudad de México para trabajar en una ONG que atendía a mujeres víctimas de violencia. Mi trabajo me llenaba el alma, pero también me dejaba vacía al llegar a casa. El bullicio de la ciudad no lograba acallar el eco de mi soledad.

—Mariana, deberías bajar la app esa… ¿cómo se llama? Tinder —me sugirió mi amiga Paulina una noche de viernes mientras compartíamos tacos al pastor en la esquina de Insurgentes.

—¿Y si mejor me consigo un gato? —bromeé, aunque por dentro sentía un hueco. No era que no quisiera enamorarme; era que no sabía cómo hacerlo sin perderme a mí misma.

Las semanas pasaban entre trabajo, llamadas familiares llenas de indirectas y reuniones con amigas que ya planeaban bodas o baby showers. Yo era la “tía cool”, la amiga disponible para escuchar dramas ajenos, pero nadie preguntaba por los míos.

Una tarde lluviosa de junio, recibí la invitación al cumpleaños de mi prima Fernanda. Ella tenía veintiséis y ya esperaba su segundo hijo. Mi mamá insistió en que fuera: “No puedes faltar, hija. Van a ir todos los primos”.

El salón estaba decorado con globos rosas y azules. Fernanda lucía radiante y cansada a la vez. Apenas llegué, mi tía Rosa me abrazó y susurró: —A ver si te contagias algo aquí, ¿eh?

Me reí por compromiso y busqué refugio junto a mi primo Luis, el único soltero del clan. —¿Ya te preguntaron por tu novia? —le dije en voz baja.

—Obvio. Pero yo les dije que soy feliz así. ¿Tú lo eres? —me miró con una seriedad inesperada.

No supe qué responderle. ¿Era feliz? Tenía un trabajo que amaba, independencia económica y salud. Pero las noches eran largas y frías; los domingos se sentían eternos.

Esa noche, al volver a mi departamento, me senté frente al espejo y me observé como si fuera una extraña. ¿Por qué sentía tanta presión? ¿Por qué el amor debía ser una meta y no un regalo?

Decidí hacer algo diferente: escribí una carta para mí misma. “Mariana: no eres menos por estar sola. No eres menos por no tener hijos ni anillo en el dedo. Eres suficiente”. Lloré mientras escribía cada palabra.

Al día siguiente, llegué al trabajo con los ojos hinchados. Mi jefa, Lucía, me llamó a su oficina. Pensé que iba a regañarme por algún informe atrasado, pero en cambio me preguntó:

—¿Estás bien? Te ves cansada.

No pude evitarlo: le conté todo. La presión familiar, el miedo a quedarme sola, la sensación de no encajar.

Lucía me escuchó en silencio y luego dijo: —Yo tuve tres divorcios antes de los cuarenta. La gente siempre va a opinar sobre tu vida. Lo importante es que tú sepas quién eres y qué quieres.

Sus palabras me acompañaron toda la semana. Empecé a notar cuántas mujeres llegaban a la ONG con historias parecidas: presionadas a casarse jóvenes, juzgadas por divorciarse o por no tener hijos. ¿Por qué nos exigían tanto?

Un sábado decidí salir sola al cine. Compré palomitas grandes y elegí una película romántica solo para retarme a no sentirme triste. Al salir del cine, vi a una pareja discutiendo en la calle; ella lloraba y él gritaba. Pensé: “No quiero eso solo por cumplir expectativas”.

Poco a poco empecé a disfrutar mi soledad: leí novelas enteras en cafés pequeños de Coyoacán, tomé clases de cerámica y hasta viajé sola a Oaxaca para probar mezcal y perderme entre las montañas.

Pero la presión nunca desapareció del todo. En cada reunión familiar seguían las preguntas incómodas:

—¿Y el novio?
—¿No piensas en tener hijos?
—¿No te da miedo quedarte sola?

Un día exploté:

—¿Por qué nadie le pregunta eso a Luis? ¿Por qué solo nos presionan a las mujeres? ¿No ven que estoy bien así?

El silencio fue incómodo. Mi abuela se acercó después y me abrazó fuerte:

—Yo también fui feliz sola muchos años antes de conocer a tu abuelo —me susurró al oído.

Esa confesión me hizo entender que muchas veces nuestras familias repiten patrones sin cuestionarlos. Que detrás de cada pregunta hay miedo: miedo a lo diferente, miedo a la soledad propia proyectada en los demás.

Hoy tengo treinta y dos años. Sigo soltera. Sigo trabajando con mujeres valientes que luchan por su libertad y su felicidad. A veces siento nostalgia por lo que no fue; otras veces agradezco tener tiempo para descubrir quién soy realmente.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más viven con este peso invisible? ¿Cuándo aprenderemos a medir nuestra felicidad con nuestros propios sueños y no con los estándares ajenos?

¿Y tú? ¿Alguna vez sentiste esa presión? ¿Cómo la enfrentaste?