Corazón Frágil: La Historia de Jadzia en el Barrio de San Miguel
—¿Por qué siempre tienes frío, Jadzia? —le pregunté en voz baja, mientras la maestra escribía en el pizarrón. Ella bajó la mirada, apretando los labios, y se encogió aún más dentro de su suéter azul desteñido. Sus hombros, tan delgados que parecían quebrarse con un suspiro, temblaban levemente.
Aquel septiembre, cuando Jadzia llegó a nuestra clase de sexto grado en la escuela pública de San Miguel, todos la miramos como si fuera un fantasma. No era común ver una niña tan pálida, con trenzas finísimas y grandes moños rosados, sentada al fondo del salón. Parecía que el viento del patio podía llevársela si abríamos demasiado la ventana. Nadie sabía de dónde venía realmente; sólo que su mamá la acompañó el primer día, con los ojos hinchados y la voz temblorosa.
—Cuídenla mucho —le pidió a la maestra Lucía—. Es muy especial.
Desde entonces, Jadzia se convirtió en un misterio para todos. No jugaba en los recreos, no corría ni reía como los demás. Se sentaba en una banca bajo el árbol de mango y miraba cómo los otros niños jugaban fútbol o saltaban la cuerda. Yo, Camila, sentía una mezcla de lástima y curiosidad. Mi mamá siempre decía que uno debe acercarse a quienes parecen estar solos.
Un día, después de clases, me armé de valor y me senté junto a ella.
—¿Te gusta dibujar? —le ofrecí mi cuaderno lleno de garabatos.
Jadzia sonrió apenas, pero sus ojos seguían tristes. Tomó el lápiz y dibujó una casa pequeña con un árbol sin hojas. Me sorprendió la delicadeza de sus trazos.
—¿Dónde vivías antes? —pregunté.
Ella dudó, pero al final susurró:
—En el norte… pero nos mudamos porque aquí hay mejor clima para mí.
No entendí mucho, pero no quise presionarla. Con el tiempo, me di cuenta de que Jadzia faltaba seguido a clases. Cuando regresaba, estaba aún más pálida y delgada. Un día la vi toser sangre en un pañuelo y me asusté tanto que corrí a contárselo a mi mamá.
—No seas chismosa, Camila —me regañó—. Pero si ves algo raro otra vez, avísale a la maestra.
La preocupación creció en el salón. Algunos niños empezaron a evitarla por miedo a enfermarse. Otros murmuraban cosas crueles:
—Seguro tiene algo contagioso…
—Mejor que no se acerque…
Yo no podía dejarla sola. Un día la defendí cuando unos chicos le escondieron la mochila.
—¡Déjenla en paz! —grité—. ¿No ven que está enferma?
Jadzia me miró con lágrimas en los ojos. Esa tarde me invitó a su casa. Vivía en una pieza alquilada detrás de una panadería. Su mamá nos recibió con un mate caliente y pan dulce.
—Gracias por cuidar a mi hija —me dijo—. Ella tiene una enfermedad en el corazón desde que nació. Por eso no puede correr ni emocionarse mucho… cualquier esfuerzo puede ser peligroso.
Sentí un nudo en la garganta. De repente entendí todo: los suéteres gruesos aunque hiciera calor, las ausencias, el silencio.
Esa noche no pude dormir pensando en lo injusto que era todo. ¿Por qué una niña tan buena tenía que cargar con tanto dolor?
En la escuela, traté de incluirla más en las actividades. Le pedí a la maestra Lucía que nos dejara hacer trabajos juntas. Poco a poco, algunos compañeros empezaron a acercarse también. Pero no todos eran amables.
Un viernes, durante la clase de educación física, el profesor insistió en que todos debíamos correr vueltas al patio.
—¡Vamos, Jadzia! —le gritó uno de los chicos—. ¿O tienes miedo?
Ella se puso roja y bajó la cabeza. Yo intervine:
—¡Déjala! Ella no puede correr…
El profesor se molestó:
—Aquí nadie tiene privilegios…
Jadzia intentó correr para no meterse en problemas, pero a mitad del recorrido se desplomó en el suelo. Todos corrimos hacia ella mientras su cuerpo temblaba y apenas podía respirar.
La ambulancia tardó una eternidad en llegar. La llevaron al hospital y durante días no supimos nada de ella. El salón se llenó de culpa y remordimiento. Incluso los más crueles guardaron silencio.
Cuando Jadzia volvió semanas después, estaba aún más frágil, pero sonreía con dulzura.
—No fue tu culpa —me dijo al oído—. Gracias por ser mi amiga.
A partir de entonces, la escuela cambió un poco. La maestra Lucía habló con todos sobre la empatía y el respeto por las diferencias. Algunos padres protestaron porque temían por sus hijos, pero otros nos apoyaron para hacer campañas sobre enfermedades crónicas infantiles.
En mi casa también hubo cambios. Mi papá empezó a hablar más conmigo sobre lo difícil que es vivir con miedo o dolor constante; mi hermano menor dejó de burlarse de los niños diferentes en la calle.
El año terminó y Jadzia tuvo que mudarse otra vez para seguir su tratamiento en otra ciudad. El último día nos abrazamos fuerte bajo el árbol de mango.
—No sé si volveré —me dijo—, pero nunca olvides que tu amistad me salvó muchas veces del miedo.
Ahora, cada vez que veo a alguien solo o diferente en mi barrio de San Miguel, recuerdo a Jadzia y me pregunto: ¿Cuántas personas frágiles pasan desapercibidas entre nosotros? ¿Qué haríamos si fuéramos nosotros quienes llevamos un corazón tan delicado?