El diario de mi hija: Lo que nunca debí leer
—¿Por qué lo hiciste, mamá? —La voz de Camila temblaba, pero sus ojos me atravesaban como cuchillos. Yo no podía sostenerle la mirada. El diario, ese cuaderno azul con flores secas pegadas en la tapa, yacía abierto sobre la mesa del comedor, entre nosotras como un abismo imposible de cruzar.
No sé cómo llegué a ese punto. Todo empezó esa tarde lluviosa en Buenos Aires, cuando fui a cuidar a mi nieto, Tomás, porque Camila tenía una reunión de trabajo. Mientras él dormía la siesta, ordené un poco su habitación y ahí lo vi: el cuaderno sobresalía de la mochila. No sé qué fuerza oscura me impulsó a abrirlo. Quizás fue la costumbre de madre sobreprotectora, o tal vez el miedo de que algo estuviera mal y yo no lo supiera. Pero lo abrí. Y leí.
Las palabras de mi hija eran cuchillas: «A veces siento que mi mamá nunca me escucha de verdad. Que solo quiere que sea la hija perfecta que ella imagina. Me ahogo en sus expectativas. No sé cómo decirle que estoy cansada, que necesito espacio, que ya no soy una nena».
Sentí un nudo en el estómago. ¿Eso pensaba de mí? ¿Así me veía? Seguí leyendo, incapaz de detenerme. Hablaba de su soledad, de las peleas con su esposo, de su miedo a fallar como madre. Y también de mí: «No quiero que venga todos los días. No quiero sentirme juzgada cada vez que entra a mi casa».
Cuando Camila regresó esa noche, intenté actuar normal. Pero mis ojos estaban hinchados y mi voz temblaba. Ella lo notó enseguida.
—¿Estás bien, mamá?
—Sí, sí… solo estoy cansada —mentí.
Pero ella se dio cuenta. Siempre se da cuenta. Al día siguiente me llamó temprano:
—Mamá, ¿vos estuviste en mi cuarto?
—Sí, ordené un poco…
—¿Leíste algo?
El silencio fue mi respuesta. Y ahí empezó el derrumbe.
No me invitó a quedarme esa noche. Ni siquiera me ofreció un café. Me fui con la bolsa de ropa y los libros para Tomás, sintiendo que el aire pesaba toneladas. Cerré la puerta y lloré en el ascensor, como una nena perdida.
Los días siguientes fueron un infierno. No me llamaba. No respondía mis mensajes. Mi nieto preguntaba por mí y yo solo podía decirle que la abuela estaba ocupada. Mi esposo, Jorge, intentó consolarme:
—Dale tiempo, Marta. Se le va a pasar.
Pero yo sabía que no era tan simple. Había cruzado una línea invisible.
Mi mente volvía una y otra vez a las palabras del diario: «Me ahogo en sus expectativas». ¿Era cierto? ¿Había sido tan ciega? Recordé todas las veces que le dije cómo criar a Tomás, cómo organizar su casa, cómo manejarse con su marido. Siempre desde el amor, pero también desde el miedo: miedo a que sufriera, a que se equivocara, a perderla.
Una tarde, después de una semana sin verlos, fui al parque donde solían ir con Tomás. Los vi a lo lejos: Camila empujando la hamaca y Tomás riendo a carcajadas. Me acerqué despacio.
—Hola —dije apenas.
Camila me miró seria.
—Mamá, tenemos que hablar.
Nos sentamos en un banco mientras Tomás jugaba cerca.
—No sé cómo seguir después de esto —dijo ella—. Me siento traicionada.
—Lo sé —respondí—. No tengo excusas. Solo quería ayudarte…
—Pero no me ayudás así —me interrumpió—. Necesito que confíes en mí, aunque me equivoque. Necesito ser yo misma, mamá.
Sentí que el corazón se me partía en dos.
—¿Y si te pasa algo? ¿Y si sufrís?
—Voy a sufrir igual —dijo ella bajito—. Pero prefiero equivocarme sola que vivir bajo tu sombra.
Las palabras quedaron flotando entre nosotras como una sentencia.
Esa noche no dormí. Pensé en mi propia madre, en cómo siempre quise hacer las cosas diferente con mi hija y terminé repitiendo los mismos errores: el control disfrazado de amor, el miedo disfrazado de cuidado.
Pasaron semanas antes de que Camila volviera a invitarme a su casa. Esta vez no llevé consejos ni críticas; llevé empanadas y un abrazo tímido. Hablamos poco, pero sentí que algo empezaba a sanar.
Ahora sé que el amor no es control ni vigilancia; es confianza y respeto por los caminos ajenos, aunque duelan o asusten. Aprendí tarde —quizás demasiado tarde— que los hijos no nos pertenecen; son prestados por la vida para aprender a soltar.
A veces me pregunto si algún día Camila podrá perdonarme del todo. Si podré perdonarme yo misma por haber cruzado esa línea por miedo a perderla… ¿Cuántas madres habrán sentido este mismo temor? ¿Cuántas veces el amor se convierte en una jaula sin darnos cuenta?