Maleta con ruedas: El viaje que cambió mi vida

—¡Mamá, ya basta! ¡No soy una niña! —grité, apretando la maleta con ruedas que había comprado con mis ahorros. Mi madre me miró con esos ojos oscuros llenos de preocupación y rabia, como si en ese momento yo fuera la peor amenaza para su mundo.

—¿Y qué quieres que haga, Mariana? ¿Que te deje irte una semana entera con ese muchacho? ¿A la Ciudad de México? ¿Tú sabes lo que pasa allá? —me respondió, cruzando los brazos y bloqueando la puerta de mi cuarto.

Sentí cómo el corazón me latía en la garganta. Afuera, el calor de Veracruz pegaba fuerte y el ventilador apenas movía el aire denso del mediodía. Mi papá estaba en el trabajo y mi hermana menor, Lucía, escuchaba todo desde el pasillo, con los ojos abiertos como platos.

—Mamá, por favor. Ya tengo veinte años. No soy la misma niña que se perdía en el mercado. Sé cuidarme. Además, Rodrigo es un buen tipo. No entiendo por qué no confías en mí —le dije, tratando de sonar firme aunque por dentro temblaba.

Ella suspiró largo, como si cargara el peso de todas las madres del mundo.

—No es por ti, Mariana. Es por todo lo que puede pasar allá. ¿Y la universidad? ¿La sesión de exámenes? —insistió.

—¡Voy bien en la escuela! Puedo ponerme al corriente. Solo quiero vivir algo diferente, mamá. No quiero que mi vida sea solo estudiar y ayudar en la casa —le contesté, sintiendo cómo se me quebraba la voz.

El silencio se hizo pesado. Afuera, los perros ladraban y el vendedor de tamales gritaba su pregón. Mi madre se sentó en la cama y me miró con tristeza.

—Cuando yo tenía tu edad, ya estaba embarazada de ti. Tu abuela nunca me dejó salir ni a la esquina sola. Yo solo quiero protegerte —dijo, bajando la mirada.

Me acerqué y tomé su mano. Por un momento, vi a la mujer joven que alguna vez fue, llena de sueños que nunca pudo cumplir.

—Mamá, no quiero que te pase lo mismo conmigo. Déjame intentarlo. Si algo sale mal, te juro que regreso —le prometí.

Ella soltó mi mano y se levantó bruscamente.

—¿Y si te pasa algo? ¿Y si te arrepientes? ¿Y si ese muchacho solo te quiere para pasar el rato? —me lanzó todas las preguntas como piedras.

No supe qué responderle. Solo sentí ganas de llorar.

Esa noche no dormí. Escuché a mis padres discutir en voz baja en la cocina. Mi papá decía que debía dejarme ir, que era mejor confiar en mí a tenerme encerrada como a un pajarito. Mi mamá lloraba bajito, diciendo que no quería perderme.

Al día siguiente, Rodrigo llegó a buscarme en su viejo Chevy azul. Mi maleta estaba lista desde hacía días: ropa sencilla, unos libros para estudiar y una foto de mi familia por si me daba nostalgia.

—¿Lista? —me preguntó Rodrigo, nervioso.

—No sé si estoy lista para esto o para enfrentar a mi mamá —le respondí con una sonrisa triste.

Mi madre salió al patio con los ojos hinchados de tanto llorar. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Cuídate mucho, Mariana. No confíes en nadie más que en ti misma. Y llámame todos los días.

Sentí cómo se me partía el alma al verla tan frágil. Pero también supe que ese era mi momento.

El viaje a la Ciudad de México fue largo y lleno de silencios incómodos. Rodrigo intentaba animarme contando chistes malos y poniendo música de Caifanes, pero yo solo pensaba en mi mamá y en todo lo que podía salir mal.

Al llegar a la ciudad, todo era ruido, gente corriendo y edificios enormes. Nos hospedamos en un hostal barato cerca del Centro Histórico. Por primera vez sentí miedo real: miedo a perderme, a que nos asaltaran o a no saber qué hacer si algo salía mal.

Pero también sentí libertad. Caminamos por el Zócalo, comimos tacos al pastor en la calle y fuimos a museos que solo había visto en libros. Rodrigo me tomó de la mano frente al Palacio de Bellas Artes y me dijo:

—Nunca había visto tus ojos tan felices.

Esa noche hablamos de nuestros sueños: él quería ser músico; yo, periodista. Por un momento creímos que todo era posible.

Pero los problemas no tardaron en llegar. Una tarde, mientras estudiaba para un examen en la cafetería del hostal, Rodrigo llegó molesto.

—¿Por qué tienes que estar pegada a los libros todo el tiempo? Vinimos a disfrutar —me reclamó.

—No puedo dejar la universidad así nada más. Mi mamá tenía razón: si repruebo, ¿qué voy a hacer? —le respondí frustrada.

Discutimos fuerte. Él salió dando un portazo y yo me quedé sola con mis pensamientos y el miedo de haberlo arruinado todo.

Esa noche no regresó al hostal. Llamé a mi mamá llorando y ella solo me dijo:

—Te lo dije, hija. Pero aquí estoy si necesitas volver.

Pasé dos días sola en la ciudad más grande del país. Aprendí a moverme en metro, a pedir ayuda cuando me perdía y a confiar en mi instinto. Rodrigo volvió arrepentido y me pidió perdón entre lágrimas.

—No supe manejarlo… Me dio miedo perderte —me confesó.

Le dije que necesitaba tiempo para pensar. Por primera vez sentí que podía decidir por mí misma sin depender de nadie.

Al final del viaje, regresé a Veracruz con la maleta llena de ropa sucia y el corazón cambiado para siempre. Mi mamá me recibió con un abrazo largo y silencioso. No hizo falta decir nada: ambas sabíamos que algo había cambiado entre nosotras.

Hoy, años después, cada vez que veo esa maleta con ruedas guardada en el clóset, recuerdo ese viaje como el inicio de mi verdadera independencia. Aprendí que crecer duele, pero también libera.

¿Ustedes también han sentido ese miedo al tomar sus propias decisiones? ¿Hasta dónde dejarían ir a sus hijos o hijas por verlos felices?