Mis hijos quieren enviarme a un asilo: aún tengo tanto por vivir

—Mamá, ya no puedes seguir sola en esa casa tan grande —dijo Lucía, mi hija, con la voz temblorosa pero firme, mientras su hermano Ernesto bajaba la mirada, incapaz de sostenerme los ojos. Era una noche de junio, el viento golpeaba las ventanas de mi casa en el barrio San Cristóbal de Buenos Aires, y yo sentía que el frío no venía de afuera, sino de la distancia que se había instalado entre nosotros.

No era la primera vez que insinuaban el tema, pero esa noche lo dijeron sin rodeos: querían que me fuera a un asilo. «Residencia para adultos mayores», lo llaman ahora, como si cambiarle el nombre hiciera menos dolorosa la idea de dejar mi hogar, mis plantas, los recuerdos de mi esposo fallecido hace cinco años y los ecos de las risas de mis nietos cuando eran pequeños.

—No estoy enferma, ni loca —respondí, tratando de mantener la dignidad mientras sentía cómo se me apretaba el pecho—. ¿Por qué quieren sacarme de mi casa?

Lucía suspiró. —Mamá, es por tu bien. Ya te caíste dos veces este año. Ernesto y yo trabajamos todo el día, no podemos estar pendientes…

—¿Pendientes? —interrumpí—. ¿Desde cuándo necesitan estar pendientes? Si apenas me llaman para Navidad o cuando alguno necesita una receta vieja.

Ernesto levantó la cabeza, los ojos rojos. —No es fácil para nosotros tampoco. Pero no podemos seguir así, preocupándonos todo el tiempo.

Sentí rabia, tristeza y una soledad tan profunda que por un momento pensé que tal vez tenían razón. Pero después recordé quién soy: Marta González, hija de inmigrantes paraguayos, criada entre sacrificios y alegrías sencillas. Sobreviví a dictaduras, a la crisis del 2001, a la muerte de mi compañero de vida. ¿Y ahora iba a rendirme porque mis hijos creen que soy una carga?

Esa noche no dormí. Caminé por la casa repasando cada foto, cada carta guardada en cajones, cada grieta en las paredes que contaba una historia. Recordé cuando Lucía lloraba porque le dolían los dientes y yo le cantaba hasta dormirse; cuando Ernesto se rompió la pierna jugando al fútbol y yo lo llevaba en bicicleta al hospital público porque no teníamos para el colectivo.

Al día siguiente fui al centro de jubilados del barrio. Allí encontré a Don Ramón jugando al truco con otros viejos amigos. Me senté con ellos y conté lo que pasaba. Todos tenían historias parecidas: hijos ocupados, nietos lejanos, miedo al abandono. Pero también tenían algo más: ganas de vivir.

—Marta, vos todavía tenés chispa —me dijo Doña Teresa—. No te dejes encerrar antes de tiempo.

Esa frase me quedó retumbando en la cabeza. Decidí que no iba a dejar que otros decidieran por mí. Empecé a ir todos los días al centro, aprendí a bailar tango otra vez, me anoté en un taller de literatura y hasta empecé a salir con un grupo a caminar por el parque Lezama.

Pero mis hijos insistían. Un domingo vinieron con folletos de residencias privadas. Lucía lloraba mientras me mostraba fotos de habitaciones limpias y jardines prolijos.

—Mamá, ahí vas a estar bien cuidada. Vas a tener gente con quien hablar…

—¿Y ustedes? —pregunté—. ¿Van a visitarme más seguido si estoy ahí?

No supieron qué responder.

Esa noche discutimos fuerte. Ernesto gritó que era egoísta por no pensar en ellos. Yo le respondí que egoísmo era querer sacarse el problema de encima. Lucía se fue llorando y Ernesto salió dando un portazo.

Me quedé sola otra vez, pero esta vez no lloré. Llamé a Teresa y le pedí que viniera a tomar mate. Hablamos hasta tarde sobre lo difícil que es envejecer en un país donde los viejos somos invisibles.

Pasaron semanas sin noticias de mis hijos. Me dolía el alma, pero seguí adelante: organicé una peña en el centro de jubilados, ayudé a una vecina con sus nietos y hasta me animé a escribir un poema sobre la soledad.

Un día recibí una carta de Lucía. Decía que estaba confundida, que sentía culpa pero también miedo por mí. Me pidió perdón por no entenderme y me preguntó si podía venir a hablar conmigo.

Cuando llegó, la abracé fuerte. Le conté todo lo que estaba haciendo, lo viva que me sentía rodeada de gente como yo, con historias y ganas de seguir adelante.

—No quiero irme a un asilo —le dije—. Quiero vivir mi vida hasta el último día con dignidad y alegría. Si algún día realmente no puedo más, lo hablaremos juntos. Pero ahora… ahora todavía tengo mucho por hacer.

Lucía lloró en silencio y me prometió intentar entenderme mejor. Ernesto tardó más en volver, pero una tarde apareció con su hijo menor y juntos arreglamos el jardín como cuando era chico.

No sé qué pasará mañana. Tal vez algún día necesite ayuda, tal vez no. Pero hoy sé que mi vida me pertenece y que nadie puede decidir por mí cuándo dejar de soñar.

¿Hasta cuándo nos van a tratar como si ya estuviéramos muertos? ¿Cuándo aprenderán nuestros hijos que envejecer no es desaparecer? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?