A los sesenta, el amor me sorprendió entre zanahorias y recuerdos
—¿Me da dos zanahorias y una ramita de perejil? Pero que sea bien fresca, como recién sacada de la tierra —le dije, medio en broma, medio evocando los días en que mi abuela me mandaba al mercado de San Telmo, allá en Buenos Aires, cuando la vida era otra cosa.
Ernesto levantó la vista, sus manos curtidas por el trabajo entre las verduras. Me miró con esos ojos oscuros y cálidos, y sonrió. No fue una sonrisa cualquiera; fue como si me abriera una puerta que yo creía cerrada para siempre. Sentí un cosquilleo en el estómago, una mezcla de nervios y alegría. ¿A mis sesenta años? ¿Después de perder a mi marido hace ya ocho y de ver a mis hijos partir a sus propias vidas?
—Claro, señora. Pero le advierto que estas zanahorias tienen magia —me respondió, guiñando un ojo.
Reí, sorprendida por mi propia risa. Hacía tiempo que no me sentía así. El mercado estaba lleno de voces, olores y colores, pero en ese instante todo se apagó menos él y yo. Me entregó las verduras envueltas en papel de diario y nuestras manos se rozaron apenas. Sentí un calorcito que me acompañó todo el camino a casa.
Esa noche, mientras pelaba las zanahorias para la sopa, no podía sacarme su sonrisa de la cabeza. Me sentí tonta, como una adolescente. Pero también viva. Por primera vez en años, me miré al espejo y vi algo más que una viuda cansada.
La semana siguiente volví al mercado antes de lo habitual. Ernesto estaba acomodando tomates cuando llegué.
—¿Otra vez por aquí? —me dijo con esa voz ronca que parecía abrazar.
—Es que sus verduras tienen algo especial —le respondí, sonrojándome como una chiquilina.
Así empezó todo. Cada sábado era nuestro pequeño ritual: yo le pedía verduras y él me regalaba historias. Me contó que era tucumano, que había llegado a Buenos Aires buscando trabajo cuando tenía veinte años y que nunca se había casado porque “la vida se le fue entre cajas y camiones”.
Yo le hablé de mi esposo, de cómo lo perdí después de una larga enfermedad, del vacío que dejó en casa y del silencio de los domingos. Le conté de mis hijos: Lucía, que vive en Córdoba y apenas llama; Martín, que se fue a México con su familia y solo manda mensajes por WhatsApp.
Un día me invitó a tomar un mate detrás del puesto. Acepté sin pensarlo. Sentados en unas cajas de madera, compartimos silencios cómodos y risas sinceras. Sentí que el corazón se me abría otra vez.
Pero no todo era tan simple. Cuando Lucía vino a visitarme y le conté sobre Ernesto, su rostro se endureció.
—¿Un verdulero? Mamá, ¿estás bien? ¿No será peligroso? —me preguntó con ese tono que usan los hijos cuando creen saber más que uno.
—No es solo un verdulero, Lucía. Es un hombre bueno —le respondí, tratando de contener las lágrimas.
Martín fue peor. Me llamó desde México para decirme que estaba “preocupado” por mi salud mental. Que cómo iba a enamorarme a mi edad, que pensara en los nietos.
Sentí rabia y tristeza. ¿Por qué la gente cree que el amor tiene fecha de vencimiento? ¿Por qué mis propios hijos no podían alegrarse por mí?
Ernesto lo notó enseguida.
—No les hagas caso, Rosa —me dijo una tarde mientras pelábamos chauchas juntos—. La gente habla porque tiene miedo. Pero vos y yo sabemos lo que sentimos.
Me abrazó fuerte. Por primera vez en años sentí que pertenecía a algún lugar, a alguien.
Pero los chismes no tardaron en llegar al barrio. Las vecinas murmuraban cuando pasaba por la vereda:
—¿Viste a Rosa con el verdulero? A esta edad…
Al principio me dolió. Me sentía expuesta, juzgada. Pero Ernesto me enseñó a reírme de los prejuicios.
—Que hablen, mi amor —me decía—. Nosotros sabemos la verdad.
Con el tiempo, Lucía empezó a entender. Vio cómo volvía a sonreír, cómo tenía ganas de cocinar otra vez, cómo mi casa se llenaba de flores frescas cada sábado. Martín tardó más, pero un día me escribió: “Si sos feliz, yo también”.
El amor no borró las ausencias ni curó todas las heridas, pero me devolvió las ganas de vivir. Aprendí que nunca es tarde para empezar de nuevo, aunque el mundo te diga lo contrario.
Ahora cada vez que paso por el mercado y veo a Ernesto entre sus verduras, sé que la vida siempre puede sorprenderte si te animás a abrir el corazón.
¿Quién dijo que el amor es solo para los jóvenes? ¿Cuántas historias nos perdemos por miedo al qué dirán?