El peso de las deudas: La historia de Tomás y mi lucha como madre

—Mamá, ¿me prestás unos pesos hasta el viernes?—

La voz de Tomás, mi hijo de 28 años, sonó desde la puerta de la cocina. Era viernes por la noche y yo estaba terminando de lavar los platos. No era la primera vez que me pedía dinero, pero esta vez sentí un nudo en el estómago. Algo no estaba bien. Tomás nunca fue bueno para ahorrar, pero últimamente sus pedidos se repetían cada semana, como si fuera parte de una rutina.

—¿Otra vez, hijo? ¿Qué está pasando?— pregunté, intentando sonar tranquila, aunque por dentro hervía de preocupación.

Él bajó la mirada y se encogió de hombros. —Nada, má. Es que este mes se me juntaron unas cuentas…

No insistí más esa noche. Le di el dinero y me fui a dormir con el corazón apretado. Pero al día siguiente, mientras ordenaba su cuarto, encontré una carta del banco. El sobre estaba abierto y el papel arrugado, como si lo hubiera leído mil veces. Decía que su cuenta estaba sobregirada y que tenía varias cuotas impagas de una tarjeta de crédito.

Sentí un frío recorrerme la espalda. No era solo un problema de desorganización: Tomás estaba endeudado hasta el cuello y no me lo había contado.

Durante el almuerzo del domingo, intenté sacar el tema con delicadeza. —Tomás, ¿te pasa algo en el trabajo? ¿Te bajaron el sueldo?—

Él negó con la cabeza, pero no podía mirarme a los ojos. Mi esposo, Ricardo, notó la tensión y preguntó:

—¿Otra vez con lo mismo, Tomás? Ya sos grande, tenés que aprender a manejar tu plata.

Tomás se levantó bruscamente de la mesa y salió al patio. Yo sentí que mi familia se resquebrajaba un poco más con cada silencio.

Esa noche lo esperé despierta. Cuando llegó, lo encontré sentado en la oscuridad del living, con la cabeza entre las manos.

—Hijo, no te voy a juzgar. Pero necesito saber qué está pasando— le dije suavemente.

Él rompió a llorar como cuando era niño. Me contó que después de terminar la universidad no había conseguido un trabajo estable. Había hecho changas, vendía cosas por internet, pero nada alcanzaba para cubrir los gastos del alquiler y las cuentas. Empezó a usar la tarjeta para sobrevivir y ahora debía más de lo que podía pagar.

—Me da vergüenza, má. No quiero ser una carga para ustedes— sollozó.

Lo abracé fuerte. Sentí rabia contra el sistema que empuja a nuestros jóvenes a endeudarse para poder vivir dignamente. Sentí culpa por no haberme dado cuenta antes. Y sentí miedo por el futuro de mi hijo.

En los días siguientes intentamos buscar soluciones juntos. Fui con él al banco a negociar un plan de pagos. Hablamos con un amigo mío que es contador para que le explicara cómo organizar sus gastos. Pero Tomás estaba deprimido y cada pequeño obstáculo lo hacía retroceder.

Una tarde llegó a casa con los ojos rojos y sin ganas de hablar. Le pregunté si había salido a buscar trabajo y me contestó con un suspiro:

—¿Para qué? Nadie me llama. Mandé cien currículums y nadie responde.

Ricardo perdió la paciencia:

—¡Así no vas a conseguir nada! Tenés que moverte, dejar de lamentarte y hacer algo.

La discusión subió de tono hasta que Tomás salió dando un portazo. Yo me quedé en medio del living, sintiendo que mi familia se desmoronaba.

Esa noche lloré en silencio. Pensé en todas las madres latinoamericanas que luchan por sacar adelante a sus hijos en un país donde los sueldos no alcanzan y los sueños parecen cada vez más lejanos. Pensé en los jóvenes como Tomás, educados pero sin oportunidades reales, atrapados en una rueda de deudas y frustraciones.

Pasaron semanas difíciles. Hubo días en que Tomás no salía de su cuarto y otros en los que parecía recuperar las fuerzas. Un día llegó con una sonrisa tímida:

—Me llamaron para una entrevista en una empresa de logística…

No quise ilusionarme demasiado, pero recé en silencio para que esta vez tuviera suerte.

El día de la entrevista lo acompañé hasta la puerta del colectivo. Lo abracé fuerte y le dije:

—Pase lo que pase, siempre vas a tenerme a tu lado.

Esa tarde esperé su llamada como cuando era chico y salía a jugar al fútbol con sus amigos del barrio. Cuando finalmente sonó el teléfono y escuché su voz emocionada diciendo «¡Me tomaron!», sentí que volvía a respirar después de meses de angustia.

No fue fácil salir del pozo. Las deudas siguieron ahí durante mucho tiempo y hubo que ajustar el cinturón en casa para ayudarlo a pagarlas poco a poco. Pero lo más difícil fue reconstruir la confianza y enseñarle a pedir ayuda antes de caer tan hondo.

Hoy Tomás sigue luchando por salir adelante en un país donde todo cuesta el doble para los jóvenes sin contactos ni privilegios. Pero aprendimos juntos que pedir ayuda no es una debilidad, sino un acto de valentía.

A veces me pregunto: ¿Cuántas madres estarán pasando por lo mismo ahora mismo? ¿Cuántos hijos callan sus problemas por miedo o vergüenza? Ojalá mi historia sirva para abrir el diálogo en nuestras familias y romper el silencio que tanto daño nos hace.