Te pedí solo una vez, y no entendiste: la historia de Mariana y su hijo Santiago

—¡Te pedí solo una vez, mamá! ¡Solo una vez! ¿Por qué no puedes entenderlo? —gritó Santiago, su voz temblando de rabia y decepción. El eco de sus palabras rebotó en las paredes de la sala, llenando el pequeño departamento en el centro de Medellín con una tensión que podía cortarse con cuchillo.

Me quedé inmóvil, con las manos apretadas contra el pecho. Sentí cómo el aire se volvía denso, como si cada molécula me empujara hacia la puerta. Santiago, mi único hijo, mi razón de existir desde que su padre nos dejó por otra mujer hace ya quince años, me miraba con los ojos llenos de lágrimas y furia.

—Santiago, yo solo quería ayudarte… —susurré, pero él levantó la mano, deteniéndome.

—No, mamá. Ya no más. Te lo dije: no te metas en mi vida. No quiero verte aquí cuando vuelva. —Su voz se quebró al final, pero no retrocedió. Tomó su mochila y salió dando un portazo.

Me quedé sola en medio del silencio. El reloj marcaba las seis de la tarde y afuera comenzaba a llover. Las gotas golpeaban los vidrios como si quisieran acompañar mi llanto silencioso. Me senté en el sofá, abrazando el cojín que él usaba cuando veía fútbol conmigo los domingos. ¿En qué momento perdí a mi hijo?

Mi historia no es diferente a la de tantas mujeres en Colombia. Cuando Julián, mi esposo, se fue con esa mujer de Cali, yo sentí que el mundo se me venía abajo. Tenía treinta y cinco años y un niño de ocho que me miraba con ojos grandes, esperando respuestas que yo no tenía. Me prometí a mí misma que nunca le faltaría nada a Santiago. Trabajé doble turno en la panadería de doña Rosa y limpié casas en El Poblado para pagarle el colegio. Nunca volví a salir con amigas ni a pensar en mí. Todo era para él.

Pero los años pasaron y Santiago creció. Se volvió un joven callado, inteligente, pero siempre distante. Yo trataba de acercarme: le preparaba su comida favorita, le preguntaba por sus amigos, intentaba ayudarlo con sus problemas en la universidad. Pero él siempre ponía una barrera invisible.

La última discusión fue por Camila, su novia. Yo había escuchado rumores de que ella lo engañaba y, como madre preocupada, le pregunté si era cierto. Él explotó. Me gritó que no me metiera en su vida privada, que ya no era un niño.

Ahora estaba sola, con una maleta improvisada y el corazón hecho trizas. Llamé a mi hermana Lucía en Envigado.

—Mariana, vente para acá unos días —me dijo sin dudarlo—. Aquí tienes tu cuarto y mi café caliente.

Esa noche dormí en la cama donde jugábamos de niñas. Lucía me abrazó fuerte y me dejó llorar hasta quedarme dormida.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Caminaba por el parque y veía madres jugando con sus hijos pequeños. Sentía celos, rabia y una tristeza profunda. ¿Había hecho mal al dedicarme solo a Santiago? ¿Dónde quedé yo en todo ese sacrificio?

Lucía me animó a buscar trabajo en una fundación que ayudaba a mujeres víctimas de violencia doméstica. Al principio dudé: ¿qué podía ofrecer yo? Pero pronto descubrí que mi historia podía servirle a otras mujeres que también habían perdido todo por amor o por sus hijos.

Un día, mientras organizaba donaciones de ropa, recibí un mensaje de Santiago:

«Mamá, ¿podemos hablar? Te extraño».

Mi corazón latió tan fuerte que sentí que iba a desmayarme. Dudé en responderle; el dolor seguía ahí, fresco como una herida abierta. Pero Lucía me animó:

—Dale una oportunidad, Mariana. Los hijos también se equivocan.

Nos encontramos en un café cerca del parque Lleras. Santiago llegó cabizbajo, con ojeras profundas y las manos temblorosas.

—Perdón, mamá —dijo apenas me vio—. No debí gritarte ni echarte así… Es solo que… siento que no puedo respirar con tanta presión.

Lo miré largo rato antes de responderle:

—Santiago, yo solo quería protegerte porque eres lo más importante para mí… Pero entiendo que tienes tu vida y tus decisiones. Solo quiero que seas feliz.

Él lloró como cuando era niño y se raspaba las rodillas jugando fútbol en la calle. Nos abrazamos largo rato y sentí cómo algo dentro de mí se liberaba.

Desde ese día nuestra relación cambió. Aprendí a soltarlo poco a poco, a dejarlo ser adulto aunque me doliera. Volví a salir con amigas, retomé mis clases de pintura y hasta viajé sola a Cartagena por primera vez en mi vida.

Santiago también cambió: empezó a contarme sus cosas sin miedo a ser juzgado y me invitó a conocer a Camila oficialmente. Ahora sé que el amor de madre no significa perderse una misma ni vivir solo para los hijos.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo han olvidado quiénes son por entregarse por completo a sus hijos? ¿Vale la pena perderse así? ¿O es posible amar sin dejar de ser una misma?

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que dieron demasiado sin recibir nada a cambio? ¿Cómo lograron sanar?