Noelia, No Te Apresures: La Boda Que Casi Me Roba la Vida
—Noelia, ¿ya están listos los panqueques? —escuché la voz de Andrés desde el cuarto, aún adormilado pero con ese tono que últimamente me hacía sentir más como su empleada que como su prometida.
Respiré hondo y forcé una sonrisa. “Sí, amor, ya voy”, respondí mientras servía los panqueques en el plato azul que tanto le gustaba. El aroma dulce llenaba la cocina, pero yo solo sentía un nudo en el estómago. Desde que Andrés y yo nos comprometimos, su familia —los Ramírez— se había instalado en mi vida como una tormenta tropical: impredecibles, ruidosos y difíciles de ignorar.
Esa mañana, mientras él se sentaba a la mesa y yo le servía el café, recordé la conversación de la noche anterior con su madre, Doña Carmen. “Noelia, una buena esposa debe saber cuidar a su marido. Aquí en Monterrey, las mujeres de verdad no dejan que sus esposos salgan sin desayuno”, me había dicho con esa sonrisa que nunca llegaba a sus ojos.
—¿Por qué no te sientas conmigo? —me preguntó Andrés, sin mirarme realmente. —Mi mamá dice que deberías aprender a hacer chilaquiles también. Dice que los tuyos no saben igual que los de ella.
Sentí cómo se me apretaba el pecho. ¿En qué momento mi vida se había convertido en una competencia contra su madre? ¿Cuándo dejé de ser Noelia para convertirme en “la futura señora Ramírez”?
Mi celular vibró. Era un mensaje de mi hermana menor, Lucía: “¿Estás bien? Mamá dice que te ves cansada”. No quería preocuparlas, pero tampoco podía mentirles. Les respondí con un simple “Estoy bien”, aunque por dentro sentía que me desmoronaba.
El día siguió entre rutinas y silencios incómodos. En el trabajo, mis compañeras hablaban emocionadas sobre bodas y vestidos. Yo solo pensaba en la lista interminable de requisitos que la familia Ramírez me imponía: aprender recetas familiares, asistir a reuniones donde apenas podía opinar, aceptar que Doña Carmen eligiera hasta el color de las servilletas para la boda.
Una tarde, mientras ayudaba a Doña Carmen a organizar la sala para una comida familiar, ella me miró fijamente:
—Noelia, espero que entiendas lo importante que es mantener la tradición. En esta familia las cosas se hacen así. Si quieres ser parte de nosotros, tienes que adaptarte.
Quise gritarle que yo también tenía una familia, costumbres propias, sueños. Pero solo asentí en silencio.
Esa noche, al regresar a casa, encontré a Andrés viendo fútbol con su papá. Me acerqué y le pregunté si podíamos hablar un momento a solas.
—¿Otra vez? —suspiró él—. Noelia, últimamente todo son problemas contigo. Mi mamá solo quiere ayudarte a ser mejor esposa.
—¿Y tú? —le pregunté con la voz temblorosa—. ¿Tú quieres casarte conmigo o con la versión de mí que tu mamá quiere?
Él no respondió. Solo subió el volumen del televisor.
Me encerré en el baño y lloré en silencio. Recordé a mi abuela diciéndome de niña: “Nunca dejes que nadie apague tu luz”. Pero ahora sentía que mi luz apenas era una chispa.
Los días pasaron y la presión aumentó. La familia Ramírez organizó una cena para anunciar oficialmente nuestro compromiso ante toda la colonia. Yo debía lucir un vestido elegido por Doña Carmen y sonreír aunque por dentro quisiera salir corriendo.
Esa noche, mientras me miraba al espejo con el vestido beige que tanto odiaba, Lucía entró al cuarto y me abrazó fuerte.
—No tienes que hacer esto si no quieres —me susurró al oído—. No tienes que sacrificarte para encajar en una familia que no te valora.
Sus palabras me hicieron temblar. Por primera vez en meses sentí que alguien me veía de verdad.
Durante la cena, entre risas forzadas y brindis vacíos, Doña Carmen anunció: “Nuestra Noelia pronto será una verdadera Ramírez”. Todos aplaudieron menos yo. Sentí cómo el aire se volvía denso y las paredes se cerraban sobre mí.
Me levanté de la mesa y salí al jardín. El aire fresco me golpeó la cara y respiré hondo. Lucía me siguió y me tomó la mano.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó con miedo y esperanza en los ojos.
Miré las luces de la ciudad a lo lejos y sentí una fuerza nueva dentro de mí.
—Voy a ser yo misma —le respondí—. No puedo seguir viviendo la vida que otros quieren para mí.
Esa noche hablé con Andrés. Le dije que necesitaba tiempo para pensar, para reencontrarme. Él se enojó, gritó, me llamó egoísta. Pero por primera vez no tuve miedo.
Al día siguiente empaqué mis cosas y regresé a casa de mi mamá. Lloré mucho, pero también reí al sentirme libre otra vez.
Hoy miro hacia atrás y agradezco haber tenido el valor de escapar antes de perderme por completo. La felicidad no se encuentra en cumplir expectativas ajenas ni en sacrificar tu esencia por amor.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que deben dejarlo todo para ser felices? ¿Vale la pena perderse por cumplir con lo que otros esperan?