El Secreto de las Remesas: La Vida que Mi Hija y Yo Ocultamos

—Mamá, por favor, prométeme que no le dirás nada a Javier. Te lo ruego—. La voz de Lucía temblaba al otro lado del teléfono, como si el miedo pudiera cruzar los cables y colarse en mi pequeña cocina de paredes descascaradas.

Yo apreté el celular contra mi oído, sintiendo cómo el corazón me latía tan fuerte que casi podía escucharlo sobre el zumbido del refrigerador viejo. Miré la mesa donde reposaba el sobre con los billetes que ella me había enviado esa mañana, envueltos en una servilleta como si fueran algo prohibido. —Te lo prometo, hija— susurré, aunque una parte de mí se retorcía por dentro.

Lucía siempre fue mi orgullo. La crié sola desde que su padre, Ernesto, nos dejó cuando ella apenas tenía ocho meses. Recuerdo la noche en que se fue: la lluvia golpeando el techo de calamina, el portazo, y luego el silencio. Nadie vino a ayudarme. Nadie preguntó si tenía para comer o si podía pagar la luz. Solo tenía la casa que mi madre me dejó antes de morir, y a Lucía, con sus ojos grandes y su risa fácil.

Crecimos juntas en Villa María del Triunfo, un barrio donde las calles se llenan de barro en invierno y de polvo en verano. Yo vendía empanadas en la esquina y limpiaba casas cuando podía. Lucía estudiaba con una lámpara de kerosene porque muchas veces nos cortaban la luz. A veces lloraba en las noches, pensando que no podría darle más que lo básico. Pero ella nunca se quejó. Al contrario: siempre decía que algún día me sacaría de allí.

Y lo hizo. Terminó la universidad con una beca y consiguió trabajo en una empresa grande del centro. Allí conoció a Javier, un ingeniero de familia acomodada de Miraflores. Cuando me lo presentó, sentí una mezcla de alegría y temor: él era amable, educado, pero supe desde el primer momento que no aprobaba nuestro pasado humilde.

Después de casarse, Lucía se mudó a un departamento bonito, lejos del barrio donde creció. Yo seguí aquí, en mi casita vieja, porque no quería ser una carga para ella. Pero hace un año empecé a enfermarme seguido: la presión alta, los dolores en las piernas… Lucía se dio cuenta y empezó a enviarme dinero cada mes. Me decía que era para los remedios y para arreglar el techo que gotea cada vez que llueve.

Pero siempre con la misma advertencia: —Mamá, Javier no puede saberlo. Él piensa que tú estás bien, que no necesitas nada—. Yo asentía, aunque me dolía mentirle a mi yerno. ¿Por qué tenía que ser así? ¿Por qué mi hija debía esconder su generosidad?

Un día, mientras contaba los billetes para pagarle al gasfitero que arreglaría el baño, escuché la voz de mi vecina Rosa desde la ventana:

—Doña Teresa, ¿y esa plata? ¿Le tocó la Tinka o qué?—

Me reí nerviosa y cambié de tema. Aquí todos se enteran de todo; los secretos no duran mucho en Villa María. Pero yo debía proteger a Lucía.

Una tarde de domingo, Lucía vino a visitarme sola. Se sentó en la cama conmigo y me tomó la mano:

—Mamá, no sabes cuánto me pesa esto… Javier es bueno conmigo, pero no entiende lo importante que eres para mí. Él cree que ayudar a la familia es cosa de gente pobre… Si supiera que te envío dinero, se molestaría mucho.

Vi lágrimas en sus ojos y sentí una rabia sorda contra ese hombre que decía amarla pero no aceptaba su pasado ni a su madre. Quise decirle que no tenía por qué avergonzarse de mí ni de dónde venimos. Pero solo la abracé.

Los meses pasaron y el secreto se hizo más pesado. Empecé a notar cómo Lucía se ponía nerviosa cada vez que Javier llamaba mientras estaba conmigo:

—Sí, amor, estoy en el supermercado… No, no estoy con mi mamá— mentía ella con voz baja.

Una noche recibí una llamada inesperada. Era Javier.

—Señora Teresa, ¿cómo está? Quería preguntarle si Lucía ha estado por allá últimamente… La noto rara.—

Sentí un escalofrío. Dudé un segundo antes de responder:

—No, hijo… Hace tiempo que no la veo.—

Colgué temblando. ¿Hasta cuándo podría sostener esta mentira?

Un día cualquiera, mientras barría la vereda al amanecer, vi a Lucía llegar corriendo con los ojos hinchados de llorar.

—Mamá… Javier encontró los recibos del banco. Sabe todo.—

La abracé fuerte mientras ella sollozaba en mi hombro.

—¿Y ahora qué vas a hacer?— le pregunté con miedo.

—No lo sé… Me dijo que si sigo ayudándote así es porque no confío en él ni en nuestro futuro juntos.—

La rabia me subió como un fuego por dentro.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que nunca voy a dejarte sola.—

Nos quedamos abrazadas largo rato. Afuera empezaban a sonar los primeros mototaxis del día y el olor a pan caliente llegaba desde la esquina.

Ahora todo está al descubierto. Javier ya no viene a verme y Lucía está más distante; dice que necesita tiempo para pensar qué hacer con su matrimonio. Yo sigo aquí, en mi casa vieja pero digna, esperando cada llamada suya como si fuera un regalo del cielo.

A veces me pregunto si hice bien en aceptar ese dinero o si debí rechazarlo para evitarle problemas a mi hija. ¿Hasta dónde llega el deber de una madre? ¿Es justo tener que elegir entre la tranquilidad de tu hija y tu propia necesidad?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿El amor de madre justifica cualquier sacrificio o hay secretos que nunca deberían guardarse?