Si no hubieras consentido tanto a tu hija, seguirías con tu familia
—¡Te lo dije, Mariana! Si no hubieras consentido tanto a Valentina, hoy no estaríamos en este desastre. —La voz de mi suegra, Doña Rosa, retumbó en la cocina como un trueno. Yo apretaba la taza de café con tanta fuerza que temí romperla.
No respondí. ¿Qué podía decirle? Tenía razón en algo: todo estaba hecho un desastre. Mi esposo, Andrés, llevaba semanas durmiendo en el sofá y apenas me dirigía la palabra. Valentina, nuestra hija de 14 años, había llegado a casa a las tres de la mañana la noche anterior, borracha y con los ojos hinchados de llorar. Y yo… yo estaba rota.
Recuerdo cuando Valentina nació en aquel hospital público de Ciudad de México. Andrés y yo éramos jóvenes, llenos de sueños y promesas. Juramos criarla diferente a como nos criaron a nosotros: sin gritos, sin castigos, sin miedo. Yo leía libros sobre crianza respetuosa, veía videos de psicólogas en Instagram y me prometía nunca repetir los errores de mi madre, que me había criado a punta de chancla y amenazas.
Pero la realidad fue otra. Valentina creció en una burbuja donde todo era permitido. Si quería helado antes de cenar, se lo daba. Si no quería ir a la escuela, la dejaba quedarse en casa. Andrés al principio me apoyaba, pero con el tiempo empezó a preocuparse.
—Mariana, ¿no crees que deberíamos ponerle límites? —me preguntó una noche mientras Valentina hacía berrinche porque no le compramos el celular nuevo.
—No quiero que crezca resentida con nosotros —le respondí—. Ya bastante tuvimos nosotros con nuestros padres.
Andrés suspiró y se fue a dormir. Yo me quedé pensando si estaba haciendo lo correcto.
Los años pasaron y los problemas crecieron. Valentina empezó a faltar a clases, a juntarse con chicos mayores, a llegar tarde. Yo justificaba todo: “Es la adolescencia”, “todos pasan por esto”, “ya se le va a pasar”. Pero no se le pasó.
La noche que llegó borracha fue el punto de quiebre. Andrés explotó:
—¡Esto es culpa tuya! ¡Nunca le pusiste límites! ¡Nunca la regañaste! ¡Siempre fuiste su amiga y no su madre!
Yo lloré toda la noche. Al día siguiente, Doña Rosa vino a la casa y me lanzó esa frase que aún me retumba en el pecho: “Si no hubieras consentido tanto a tu hija, seguirías con tu familia”.
Me sentí sola. Mis amigas decían que era normal, que los adolescentes son así. Pero yo veía cómo las hijas de mis vecinas respetaban horarios, ayudaban en casa y hasta les pedían permiso para salir. ¿En qué fallé?
Intenté hablar con Valentina:
—Hija, ¿por qué llegaste tan tarde? ¿Por qué tomaste?
Ella me miró con desprecio:
—Tú nunca me dijiste que no podía hacerlo. Siempre me dejaste hacer lo que quería. Ahora no vengas a hacerte la estricta.
Sentí un puñal en el corazón. ¿Era eso lo que había criado? ¿Una hija incapaz de aceptar un límite?
Andrés empezó a llegar tarde del trabajo. A veces ni siquiera venía a dormir. La distancia entre nosotros creció como una grieta imposible de cerrar. Doña Rosa venía todos los días a recordarme mis errores:
—En mis tiempos, una mirada bastaba para que los hijos obedecieran. Pero tú… tú quisiste ser moderna.
Yo quería gritarle que el mundo había cambiado, que los golpes no educan, que el amor es mejor que el miedo. Pero las palabras se me atoraban en la garganta.
Una tarde encontré a Valentina llorando en su cuarto. Me senté a su lado y le acaricié el cabello.
—Perdóname si te fallé —le susurré—. Solo quería que fueras feliz.
Ella me abrazó fuerte, como cuando era niña.
—Yo también te fallé, mamá —me dijo entre sollozos—. No sé por qué hago estas cosas.
Lloramos juntas mucho tiempo. Pero ese abrazo no arregló nada. Andrés pidió el divorcio dos semanas después. Dijo que necesitaba espacio, que ya no confiaba en mi manera de criar.
Ahora vivo sola con Valentina en un departamento pequeño en Iztapalapa. Trabajo doble turno para pagar la renta y ella va a terapia dos veces por semana. A veces siento que estamos empezando de cero; otras veces siento que ya perdimos todo.
Doña Rosa sigue llamando para decirme que todo es mi culpa. Yo ya no le respondo. A veces me pregunto si realmente fui tan mala madre como todos dicen. O si simplemente intenté hacerlo diferente y fallé.
¿De verdad es tan malo querer criar desde el amor? ¿O será que en este país todavía pesa más el miedo que el cariño? ¿Ustedes qué piensan?